Nada fue simple ni lineal. Su nombre original era Majer, pero cuando llegó al departamento de Migraciones le exigieron una traducción del polaco al castellano. Por una suerte del destino, si es que hay que creer en él, su nombre “Marcos” marcó su identidad en más de un sentido. Había nacido en Zwolen, un pequeño pueblo de Polonia, el 5 de mayo de 1910, en el seno de una familia judía de clase media baja que labraba la tierra por encima de todas las cosas. No había podido terminar la escuela primaria porque la necesidad imperiosa de sobrevivir estaba en primer lugar. Poca gente podía darse el lujo, en aquel entonces, de alimentar el espíritu y el estómago al mismo tiempo. Al igual que todos los judíos que pudieron emigrar de los países centrales y orientales antes de que comenzara la Segunda Guerra Mundial, hablaba la lengua germánica, el yidis, que se aprendía deambulando por las calles.
En los caminos del pueblo había aprendido el oficio de la sastrería y las ideas comunistas. Algunas fotos que atesoraba obsesivamente, fechadas y guardadas, lo mostraban como un joven muy delgado, alegre y de bigote fino. Le gustaba ir al teatro del barrio a ver las obras que realizaban los vecinos. Luego de las funciones, se armaban grandes fiestas y todos se juntaban a cantar, a comer (lo que había) y a bailar. En una de esas noches conoció a Malka, una joven de rasgos finos y ojos verdes, que provenía de una familia que también se ganaba la vida (a duras penas) trabajando la tierra. Se casaron al poco tiempo, en medio del velorio del abuelo de Malka, y establecieron así una forma de vida alrededor de la muerte, donde toda ceremonia, festejo o reunión que celebrara la vida estaría determinada por la memoria de los fallecidos.
A mediados de 1936, para escapar de la depresión económica y en busca de un futuro mejor, Majer juntó dinero y viajó solo a Argentina “para hacerse la América”. Sus intenciones eran probar suerte en una tierra distante y prometedora, de la que se decía que había mucho por hacer y donde las puertas estaban abiertas para los inmigrantes. En el país lo esperaban unos primos que habían llegado unos años antes y que se encontraban luchando por asentarse en un lugar fuera de su patria. Debajo del brazo atesoraba fotos de su familia, un par de prendas de vestir y un sinfín de proyectos por realizar. Su padre, su madre, sus cuatro hermanos y Malka lo despidieron con los brazos en alto y con una sensación de pérdida por un lado y alegría por el otro. Sus ojos contuvieron los sollozos hasta que zarpó el barco; allí explotó en lágrimas como un niño que se quedó sin familia, a la deriva y en medio de la nada. Con el tiempo, esa imagen se repetiría una y otra vez, de forma difusa y traumática, por la significación que adoptó unos pocos años después de la partida. Permaneció en alta mar más de cincuenta días en un zigzagueo perpetuo que contemplaba tanto el movimiento del barco como el de sus ideas. Tuvo que realizar una parada sorpresiva en Inglaterra para tratarse la vista porque había enfermado de glaucoma.
Siempre decía que percibía, a través de los marcos de las ventanas, diferentes personas con historias similares. Afuera había solo agua que separaba su pasado de su futuro, en un presente incierto pero esperanzador, basado en ganas que se cristalizaban como reflejos. En ese trayecto de su vida, desarrolló un carácter introspectivo y se convirtió en un observador sagaz, donde su mirada comenzó a poblarse de recuerdos que permanecerían imborrables por el resto de sus días. Siempre desde su lugar de trabajo, ya fuera en un café, en un viaje o desde cualquier lugar que tuviera una ventana, le gustaba descubrir el paisaje, sentado con las piernas cruzadas y la mirada fija y ausente hacia afuera.
Cuando llegó a Buenos Aires, la ropa que llevaba puesta le quedaba aún más grande. Estaba esquelético y perdido. No tenía idioma ni familia, y en el bolsillo descosido tampoco le abundaba el dinero. Se instaló en una pensión y comenzó a trabajar interrumpidamente para traer al país a su reciente esposa. Cosía treinta y tres pilotos diarios, sentado frente a la máquina, y se quedaba dormido en ese mismo lugar porque no se permitía ni un momento de descanso. Se sentía solo a pesar de la compañía de sus primos. Malka y su familia estaban lejos, y él quería traerlos a todos. En ese tiempo, lo que hacía era coser, escribir cartas y tratar de recuperarse físicamente. Luego de dos años de intenso trabajo, logró reunir el dinero y, en octubre de 1938, se reencontró con su mujer. Se instalaron juntos en una habitación de un barrio llamado Villa Crespo y, al mes y medio, Malka (que al pisar el suelo argentino se transformó en Matilde) quedó embarazada. La panza de su mujer crecía junto con las esperanzas de reencontrarse con su familia.
En julio de 1939 nació Jorge. Se apuraron a contar las novedades allá por el viejo continente. La respuesta llegó en un sobre sellado con el escudo nazi. La carta demostraba excitación y alegría, pero también una preocupación que se incrementaba con el correr de las horas por la situación que se vivía. Desde Polonia comentaban que el aire comenzaba a tornarse violento para quienes eran de origen judío, pero que esperaban que fuera algo pasajero, como un resfriado. Un hermano de Majer, que quería ser escritor, concluyó esa nota con un acento anticipatorio: “Hermano, pronto nos reencontraremos. No te preocupes. Lo único que no tiene límites es la estupidez humana”. Esa fue la última carta que recibió de su familia. A los pocos días, el primero de septiembre, el ejército alemán invadió Varsovia con Adolf Hitler a la cabeza. El diario “Di Presse”, que se editaba en yidis, señalaba por esos días que: “La población judía está siendo sometida a un terror salvaje. Se están cometiendo actos de tortura y saqueos. A esas medidas le siguieron la marcación de todos los judíos y sus tiendas, la introducción del trabajo forzado, la prohibición de permanecer en ciertos barrios y de usar los medios de transporte público”.
Los meses subsiguientes, corría con desesperación buscando alguna noticia alentadora. Nada. Todo era silencio y angustia incontenible. Malka tampoco recibía novedades. Ambos escribieron numerosas cartas en busca de que alguna información desmintiera sus más profundos temores. Hablaron con amigos para ver si alguien sabía algo de sus familias. Majer miraba por la ventana, buscaba y no encontraba; entonces cosía y lloraba. Malka le daba el pecho a su hijo, escribía y esperaba. Aquellos seis años pasaron en un silencio perpetuo de pesadilla, esperando que alguien los despertara. Majer guardó escritos, fotos en blanco y negro (que el tiempo transformó en sepia), se abrazó a la esperanza y continuó trabajando el resto de sus días. El ruido de la máquina de coser se escuchaba interrumpidamente en el taller de la casa de Antezana hasta que, en enero de 1945, nació su segundo y último hijo, Mauricio.
Con el correr de los años, la ilusión se transformó en melancolía. Era una persona que sonreía constantemente, pero que, si se hilaba fino, de sus ojos se desprendía un dejo de tristeza. La imagen del puerto, con su familia achicándose en la distancia, se le había tatuado en la retina. Siempre lloraba cuando leía una frase escrita detrás de una foto de su familia que decía: “No puedo soportar que tras tu muerte el sol siga brillando”; no podía entender la indiferencia de la naturaleza ante la tragedia. Mario, uno de sus mejores amigos, lo recordaba en el casino, jugándole al 8 y comiendo ranas fritas. Jorge rememoraba una situación en la que su padre, en medio de un ataque de ira (que le solía dar muy a menudo), estornudó; él le dijo “salud” y, sin pensar, le respondió “no hace falta”. Luego de un rato, se echaba a reír y se olvidaba de lo que había motivado su furia.
Sin esconder el nudo en la garganta, Mauricio lo recuerda trabajando en la máquina, comiendo pan negro con cebolla (a mordiscos) y sonriendo de cara al sol en las playas de Necochea, un lugar de vacaciones obligado. Malka, con una risita contenida y frotándose el dedo pulgar, se acordaba de las pequeñas funciones de teatro judío que organizaban en la vida real. Cuando discutían, él agarraba una tijera del taller y amenazaba con matarla. Ella, sin miedo, con la frente en alto y sacando pecho, le decía: “Dale, máteme, si eso es lo que quieres… es lo único que te falta”. Después de la función, Malka, con la cartera bajo el brazo, se iba sin avisar durante horas y luego aparecía con la boca sonriente, sin decir ni una palabra. Esa situación lo ponía extremadamente nervioso, una y otra vez, sin importar cuántas veces ocurriese.
Por sus hijos daba todo. Se esforzó para que no tuvieran que pasar por las circunstancias que él vivió. Los incentivó para que estudiaran, tuvieran una profesión y así gozaran de la independencia que él no pudo tener. Jorge se recibió de bioquímico y, gracias a Mauricio, pudo cantar la famosa y conocida frase: “mi hijo, el doctor”. Decía que tenía cabeza de rico con bolsillo de pobre. Se enojaba con las personas a las que todo les salía fácil y ganaban dinero sin trabajar. Disfrutaba del jazz y de la compañía de sus amigos. Para él, era un honor poder invitarlos a comer después de tanto tiempo de haber pasado hambre. Fumaba a escondidas, pero no se compraba cigarrillos. Dormía poco pero seguido. A veces estaba tan cansado que, mientras hablaba, sus párpados se cerraban; en el momento en que el cabezazo lo hacía salir del sopor, retomaba el relato en la misma parte en la que lo había dejado, como si el tiempo no hubiese pasado. Le gustaba observar los amaneceres casi tanto como tomar café amargo recién molido.
Ya casi no hablaba polaco. Tenía un enojo visceral, ese sí que nunca se le fue. Acusaba al pueblo del silencio y de su participación en el Holocausto. Nunca más quiso regresar; decía que allá no había nada que le interesara ver. Las puertas de su casa siempre estaban abiertas y recibía a sus nietos con golosinas y abrazos. Los sentaba en una silla y les contaba historias mientras les daba de comer en la mesa de los chicos. Allí, su extraña pronunciación era festejada con entusiasmo por los comensales. Jugaba al dominó entre gritos e historias de guetos, entre risas y llantos, entre números tatuados en el cuerpo y campos de concentración. Estaba presente, de forma constante, la tristeza por los que no estaban y la alegría que le provocaba el poder vivir.
Siempre sufría del estómago y todo le caía mal. Andaba de una dolencia en otra y se cuidaba obsesivamente en sus comidas. Cuando iba a algún casamiento, pedía el plato que comían los enfermos y decía (sin pronunciar la “erre” y cambiando la “a” por la “e”) “pajarey, por favor”. Luego de un período en el que todos se preocupaban por él, se le pasaban los ataques de hipocondría y bailaba un rato. Le gustaba dar paseos en auto y que el viento le diera en la cara, pero no le gustaba manejar. En la playa, a la que llegaba a las siete de la mañana, se posaba frente al sol durante más de diez horas. Se ponía negro y las mujeres le preguntaban qué usaba para obtener ese bronceado. Él conversaba con todo el mundo, y en especial con “las lindas señoritas”.
Ya de grande, pudo viajar por Europa y América. Las filmaciones que hacía en Súper-8 mostraban una cámara inquieta, con ganas de capturarlo todo. Había juntado algo de dinero hasta que una cooperativa quebró y se quedó sin sus ahorros. Sintió que parte del esfuerzo realizado se había echado por la borda y no lo resistió. Su cuerpo le respondió con un infarto. Los médicos, incluso su hijo menor, pensaron que se moría. Estuvo internado un tiempo y, contra todo pronóstico, poco a poco se recuperó. Salió de terapia intensiva y volvió a su casa. No tenía esa fuerza ni la respuesta explosiva a flor de piel, pero todavía podía mirar por la ventana y contar sus historias en medio de la cena.
En el año en que el seleccionado argentino de fútbol salió campeón por segunda vez, le diagnosticaron cáncer. En los meses siguientes, para detener el avance de la enfermedad, comenzó quimioterapia, que lo fue debilitando poco a poco. Dos meses antes de morir, en una de las últimas cenas en su casa, su nieto menor, de cinco años, le preguntó por qué miraba siempre por la ventana. Mientras la enfermedad lo iba apagando, Majer, con la sonrisa radiante, primero lo abrazó y luego le respondió que no quería perderse el momento en que llegara su familia de Polonia para agradecerles por todo lo que él había podido conseguir gracias a ellos.