La cara de las mascotas

Algunas personas se parecen a sus perros. Otras a sus gatos. Hay quienes adoptan un loro y se les va llenando el tono de un silbido inconfesable. No es solo un gesto. No es la correa que caminan juntos, ni la bufanda compartida, ni el mismo bostezo perezoso bajo el sol del mediodía. Es otra cosa. Algo más oscuro. Más animal.

Hay un espejo. No un reflejo, no. Un espejo como campo de resonancia. Como superficie donde el humano deja caer su sombra y el animal, sin querer, la absorbe. Se ha dicho muchas veces, con ligereza o ternura, que las mascotas se parecen a sus dueños. Pero la palabra “dueño” ya arrastra un mundo. Dice posesión. Manda jerarquía. Insinúa poder. Y en esa pequeña palabra estalla, sin darnos cuenta, todo lo que somos: criaturas necesitadas de afecto, de dominio, de compañía, de alguien —al menos alguien— que no se vaya.

Hay quienes aman a los perros como si fueran hijos. Se los llama “perrhijos”. Se los viste, se los humaniza, se les celebra cumpleaños. Se los sienta a la mesa, se los entierra con honores. Se les habla con una dulzura que no suele reservarse para nadie más. Y en ese gesto —exagerado, solemne, festivo— hay una ternura real. Pero también una ansiedad desmedida. Una voluntad de llenar, con un hocico, los huecos que dejó la intemperie humana.

Porque un hijo —el biológico, el adoptivo, el simbólico— crece. Se aleja. Cuestiona. Rompe. Vuelve a empezar. Un perro, en cambio, no se va. Permanece. Se entrega sin condiciones. Y por eso se le ama tanto. Porque no discute. Porque no puede.

El amor a los animales es noble. Pero no es puro. Está lleno de proyecciones. De idealizaciones. De carencias humanas disfrazadas de ternura. Se les da un lugar inmenso —a veces inmenso de más— no solo por amor. Sino porque hay algo en su silencio, en su mansedumbre, que consuela. Un consuelo casi perverso: el de quien no va a pedir nada que no queramos dar.

Y así, en muchos hogares, el animal se convierte en psicólogo, en confidente, en pañuelo de lágrimas. Una especie de tótem emocional, siempre dispuesto, siempre dócil. Una presencia disponible para todo lo que otros vínculos no sostienen.

El problema no es amar mucho. El problema es cuando ese amor no escucha. Porque los animales también tienen límites. También sufren, también se agotan, también necesitan su espacio. Pero como no pueden decirlo, se los ignora.

Y entonces el amor —ese amor desbordado, ese amor que parecía tan bueno— se vuelve otra forma de imposición. Se les ama como a uno le gustaría ser amado. No como ellos necesitan.

Hay algo profundamente humano en buscar compañía en otra especie. Algo que nos hermana, que nos iguala en lo más básico: la necesidad de contacto, de afecto, de cuerpo presente. Pero también hay algo perturbador en el modo en que se vuelve obsesivo. En la forma en que se sobrecarga al animal con tareas afectivas que no pidió. En cómo se lo vuelve el centro de una vida entera, a veces por encima de otras personas. Como si el mundo fuera demasiado hostil, demasiado complejo, demasiado imprevisible… Y el animal —ese ser simple, fiel, constante— ofreciera una versión más amable del amor.

Un amor que no se va. Un amor que no critica. Un amor que espera en la puerta. Quizás por eso se los ama tanto. Porque no tienen lenguaje. Porque no dicen cómo quieren ser queridos. Y entonces uno puede inventar, proyectar, imaginar. Un animal no dirá: “Así no”.

No dirá: “Me estás asfixiando”. Y en ese vacío —en ese hueco que no devuelve palabras— el humano construye su ficción perfecta. Pero todo vínculo asimétrico es peligroso. Incluso si parece dulce. Incluso si se celebra con globos y galletitas. Incluso si se publica en Instagram. Aun así, hay belleza en ese lazo. No por lo que proyectamos en ellos, sino por lo que nos devuelven. Porque cuando un perro se echa a los pies de su humano triste, no lo hace para consolarlo. Lo hace porque está ahí. Porque su forma de amar no tiene teoría. No sabe qué es la tristeza, pero se queda. Y ese quedarse —ese estar sin condiciones, sin explicaciones, sin idioma— se vuelve una forma rara, profunda y sin nombre del amor.

Un amor más puro que muchos amores humanos. Un amor sin agenda. Un amor que no tiene pasado ni futuro: solo presente. La muerte de una mascota es un duelo que no tiene liturgia. No hay ritual público. No hay misa. No hay pésames masivos. Pero hay algo que se quiebra. Algo silencioso y feroz. Un plato que ya no se llena. Un espacio vacío en la cama. Un silencio que no se puede nombrar.

Porque no solo se va el animal. Se va una parte de uno. La parte que era vista sin juicio. La parte que podía llorar sin explicación. La parte que era querida sin condiciones. Y entonces se entiende, de golpe, que esa criatura no era un “perrhijo”. No era un “hijo de cuatro patas”. Era algo distinto. Más raro. Una compañía incondicional, sí. Pero también un espejo. Uno que no devolvía la imagen del ego, como los humanos suelen hacer, sino algo más íntimo, más torcido, más verdadero.

Un espejo que mostraba quién se era en soledad. Quién se era sin palabras. Quién se era cuando nadie miraba. Cada noche, en miles de casas, se repite una escena. Un humano apaga la luz. Un animal se acomoda cerca. No dicen nada. No se explican. No hacen promesas. Solo respiran al mismo tiempo. Y en esa sincronía mínima —casi imperceptible— ocurre el milagro.

Porque en un mundo de vínculos rotos, de palabras huecas, de amores en fuga,
un perro dormido al pie de la cama es una forma de esperanza. Una bestia muda. Un guardián sin mandato. Una criatura sin lenguaje que, sin saberlo, nos devuelve el rostro de lo que, a veces, proyectamos en silencio.

Más ensayos en nuestra sección.

Publicaciones de Ediciones HN

Sesiones con el Psicoanalista A

$10.000

10 USD. Compra Exterior

Comprar

La Ilusión del Fuego

$10.000

10 USD. Compra Exterior

Comprar

El Álbum de los Finales

$10.000

10 USD. Compra Exterior

Comprar

Cosas que Pasan cuando No Pasa Nada

$10.000

10 USD. Compra Exterior

Comprar