El tiempo se hizo eterno

La tarde santiagueña del domingo 1 de junio de 2025 ofrecía un cielo de plomo, espeso, casi pegajoso, testigo mudo de la tensión que se masticaba. El sol, un yunque incandescente, martillaba sobre la piel, y cada gota de sudor era una perla amarga, condensación de la angustia y la esperanza que se jugaban el todo por el todo. Allí, en ese rectángulo de césped castigado del Estadio Único Madre de Ciudades, donde los sueños a menudo se marchitan, la historia se detenía para un gesto único: Platense, el Calamar, por primera vez campeón de la primera división del fútbol argentino en sus 120 años de historia.

No hubo margen para la duda existencial ni para las estadísticas, esas viejas agoreras que acostumbran a mirar para otro lado cuando los humildes se atreven a soñar en grande. Hubo un gol, el único, el suficiente, cincelado en el alma y los pies de Maneiro en el minuto 76. Un zurdazo quirúrgico, un manifiesto de fe inquebrantable, la demostración palmaria de que la belleza más pura puede ser sencilla, directa, sin ornamentos superfluos. Como un golpe seco que quiebra el silencio opresor y desata la algarabía contenida.

Ese silencio, expectante en las tribunas, duró apenas la eternidad de un segundo antes de estallar en un grito primigenio que arrasó con todo vestigio de duda. Porque ese gol no fue solo un gol: fue la balanza cósmica inclinándose, por una vez, hacia la fe de los desposeídos; la justicia poética que el fútbol, ese dios caprichoso, a veces concede a sus más fieles y pacientes devotos. La justicia que le debía la vida a un club que siempre supo lo que es esperar, resistir y soñar en voz baja. A un club que aprendió a sobrevivir promesas incumplidas, canchas despobladas y domingos de resignación estoica.

El partido se jugó como se juegan las finales que valen la eternidad: con los dientes apretados hasta sangrar y los nervios a flor de piel, como cuerdas de violín a punto de romperse. Cada cruce, despeje y barrida al límite llevaba el peso de décadas de frustración y anhelos postergados. Platense no se escondió; entendió que la gloria no se mendiga, se conquista metro a metro, batalla a batalla. Corrieron más que el aire viciado de tensión, empujaron cada pelota como si fuera la última gota de ilusión, resistieron el asedio final con la dignidad inmaculada de los que conocen el barro y se niegan a volver a él.

En el banco, la dupla Orsi-Gómez vivió el partido como una plegaria laica: gestos contenidos que eran volcanes por dentro, miradas que tejían universos de táctica y emoción sin pronunciar palabra. Ellos sabían, mejor que nadie, que la victoria no se fabrica en un pizarrón frío, sino en las tripas ardientes, en el coraje ancestral y en la memoria colectiva. Y Platense jugó con esa memoria incandescente: la de los ascensos agónicos y los descensos dolorosos, la de las tardes de tribunas semivacías donde sólo cantaban los fieles, la de los viejos que cuentan historias de gloria pretérita en los bares de Saavedra, como quien desgrana un rosario de fe.

La hinchada, mientras tanto, dejó la garganta hecha jirones en cada canto, en cada aliento que desafiaba la lógica. Bombos y redoblantes marcaban el pulso de un corazón con miles de arterias, la bandera desplegada como manto sagrado, las lágrimas que brotaban sin permiso, purificadoras. Porque esto —Platense campeón de la primera división, por primera vez en 120 años— no es solo un campeonato. Es la revancha de los abuelos que narraron gestas lejanas con la voz quebrada, de los padres que enseñaron a amar estos colores en la derrota, y de los pibes que hoy aprendieron que los milagros existen si se riegan con sudor y alma. Para los viejos que aprendieron a vivir con la desilusión como una sombra, pero que nunca, jamás, la dejaron anidar en el casillero de la esperanza.

Cuando el silbato final rasgó el aire, el tiempo no se detuvo: se hizo eterno, un instante cristalizado para siempre en la memoria del “Calamar”. Para que ese abrazo colectivo, visceral, quedara grabado en la foto del alma. Para que el grito de “¡Dale campeón!” fuera un himno que nadie, nunca más, podría desmentir. No hubo fuegos artificiales buscando el cielo inmediato, ni discursos grandilocuentes. Solo la certeza profunda, casi mística, de que algo, por fin, estaba en su lugar. La seguridad de que el fútbol —ese dios pagano que todo lo puede y todo lo quita— decidió, en un acto de rendición sublime, arrodillarse ante la pasión indomable de un club que nunca bajó los brazos.

Hoy, en Saavedra, las calles tienen un brillo distinto, una fosforescencia legendaria. El aire huele a algo más que asado y pasto mojado: huele a justicia divina, a gloria terrenal. Y en cada bar, en cada esquina, se repite la frase que parecía un sueño imposible, una quimera: Platense campeón. Se dice como un rezo susurrado, como un conjuro protector. Porque en el fútbol, como en la vida misma, hay gestas que no necesitan más que dos palabras para perdurar en la eternidad del sentimiento.

Platense campeón. Dos palabras. Un universo. Y en ese universo, por fin, la estrella más brillante era marrón y blanca. Y con eso, y para eso, basta y sobra.

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