Respira profundo. No puede darse el lujo de llorar; antes debe seguir inhalando. No sabe a ciencia cierta desde cuándo vive allí. Se levanta a las 5 AM y desayuna poco; no puede perder la figura. Tiene hambre, pero trata de olvidarse de eso hasta el mediodía. Cuando llega Checho, el que regentea el paraíso, ahí es otro cantar. Hay que ver con qué humor aterriza Dios. Si la mira directo a los ojos, sabe que no le espera la redención. Tener certezas en un lugar con tanta incertidumbre no es un favor para agradecer. Barre, limpia, cose, baila, sangra y duerme, todo en pequeñas dosis repetidas. El calor no se aguanta, ni tampoco el frío. Pronto llegarán los clientes junto con muchos jadeos precocidos que debe soltar en dosis justas para condimentar a gusto el plato que se comerán otros.
Llueve copiosamente sobre una ventana rectangular. Una tela negra, del lado exterior, está ligeramente levantada. Por esa fina hendija se filtra una gotera que cae sobre el piso de cemento, generando un charco semicircular. Una melodía disonante de bajos rítmicos se mezcla con risas alcohólicas, exageradas en su duración e intensidad. Eso le avisa que ya es de noche; la luz natural no llega a la puesta en escena. El hueso de las costillas, recubiertas de colores pasteles violáceos, se contrae y se expande lentamente sobre un colchón rasgado cuyos resortes casi saltan a la vista.
Un grito filoso y gutural la despierta. Su respiración está acelerada; las pulsaciones suben mientras unas cadenas de gotas congeladas le caminan por la espalda hasta caer al suelo. Allí se juntan con las partículas de la lluvia en el mismo charco semicircular.
Se saca una esponja de su interior repleta de sangre. No llora, no ríe y tampoco se mueve. Parpadea velozmente, inmóvil en su mismo lugar. Se acerca a la puerta y coloca su oreja sobre el frío contorno de plomo húmedo que la separa del exterior. Ahora todo es silencio. Intenta abrirla, pero está bajo llave y no lo logra; falta tiempo todavía. Se agacha hasta el suelo para mirar por debajo. Su cara está cerca de la esponja ensangrentada y del charco de agua. Tiembla y se vuelve a acostar en la cama. Aspira polvo que necesita concebir como liberador. Se reincorpora y golpea la puerta a ver si hay alguien del otro lado. Sus músculos vuelven a endurecerse hasta convertirse en metal duro e irrompible. Le preocupa el silencio; el ruido ya aprendió a digerirlo.
Se pone la minifalda, se pinta los labios y el contorno de sus ojos. Acomoda el espacio y trata de esconder el agua que gotea y la sangre que emana su cuerpo. Fuma y vuelve a fumar; eso sí le da placer: una vez y después otra. Suena la alarma del pasillo; ahora sí se abre la puerta. Ella deja caer con bronca los párpados y empieza nuevamente. Sonríe con seducción gestual; es su último cliente, lo sabe. Respira profundo.