Categoría 60

Salvadora siente su panza dura. Es domingo. El sol de la última semana de octubre está envalentonado, amarillo en el centro y rojo en los bordes, como si lo hubiesen provocado.

Chitoro agarra la pava y coloca agua en el centro de la calabaza. Se toma su tiempo. Mueve la bombilla hacia un costado y luego hacia el otro. Acomoda la yerba con el dedo índice izquierdo y después lo lleva a la boca. Absorbe hasta escuchar la última gota. Ella da un paso. Es corto. Una puntada filosa la visita en el medio del vientre. Contrae los labios, en forma de caparazón, y cierra los ojos.

—Vamos —dice Chitoro—. Ya está llegando.

—Esperá un poco. Ya se me pasa.

—Vamos, Salvadora. No seas cabeza dura.

Abren la reja, esquivan a un perro al que le falta una pierna y dan un paso. Es corto. Jadea. La cal sedienta baila entre sus chancletas. Continúan la marcha. Otro paso. Otro jadeo. Otro paso. Otro jadeo. Así pasa la primera cuadra. Siente cada vez más firme el abdomen. Otro paso. ¡Ufff! ¡Ay! Sigue. Un paso más. Falta menos. Otro paso. Otro jadeo. Después otro más. No frena, pero reduce la marcha.

Llegan a la estación. De ahí se suben al tranvía y bajan en Lanús.

—Ya casi estamos —dice ella—. Un poco más.

Se apoya en una pared y lleva la mano al tobillo izquierdo, rascándose con las uñas desparejas de abajo hacia arriba para intentar mitigar la picazón de un sarpullido.

—Tranquila —se dice a sí misma—. Otro paso.

Jadeo.

Al llegar al Hospital Evita, ve una imagen brillosa pegada al cordón de la vereda. La estela y el reflejo casi la encandilan. Se acerca a esa masa amorfa e incandescente; sus pupilas se contraen. No puede apartar la vista, aunque quisiera. Se agacha con una renovada plasticidad, lo agarra y se lo guarda en la cartera. Jadea y da un último paso mientras abre las fauces: ¡AAAAYYY!

En diez minutos tendrá entre sus brazos, agarrado de un cordón umbilical ocre y resistente, a su primer hijo varón.

1967

Pisa primero. Gira hacia un lado y luego hacia al otro. Levanta la vista y empieza a correr. No mira el suelo. No le hace falta. El viento levanta la tierra y lo envuelve como un huracán hambriento. Él no le escapa. Se mete en el medio de la tormenta de arena, sin dudarlo ni siquiera un instante. Tose. El polvillo está recostado en su cara húmeda. Sabe que no debe moverlo demasiado para evitar que se forme barro. Ni cuando el ardor se hace insoportable se da el lujo de cerrar los ojos. No. Él no. Ni siquiera un segundo. Confía en su percepción espacial. No quiere fallar. No puede. No le sale. Prefiere no dar ventaja. Aunque la voluntad no siempre es la única invitada al sillón de las decisiones. Ya lo sabrá más adelante. Ahora tiene a Don Chitoro que lo mira fijamente. Y lo hace, sin pestañar, directo a los ojos: “Hay que ganarle a Tres Banderas. Olvidate, por un rato, que ahí está Goyo”.

1968

– Francisco, ¿cómo le va?

– Bien. – Quiero que pruebe a un amigo mío.

– Andá a hacer la entrada en calor. Otra vez llegaste tarde -le dice mientras le marca el centro de la cancha levantado las cejas-. Tenemos la división completa.

– ¿Lo hago venir? Dele.

1969

17 hs. Sigue corriendo. Las zapatillas Flecha están sostenidas en unos hilos finos que pronto terminarán de romperse. Sabe que son para la escuela, pero descalzo no lo dejan entrar. Las usa igual. No será gratuito. Nada lo es. Ya lo aprendió. Ya casi está por terminar. Acelera porque se le está por escapar. “¡Corré!”, se aturde en su propio silencio. Tropieza y cae en un agujero profundo de casi tres metros. No cierra los ojos. Está a oscuras. Es un pozo ciego. Uno profundo. El primero de muchos. Pero no lo sabe todavía. Todo huele y duele. Él está ahí, repleto de mierda. Y le llega hasta el cuello. Tiene una arcada. Luego otra. Pero sigue. Sigue. Sigue. Y sigue. Esquiva, gira y vuelve a eludir todo lo que quiera frenarlo. Una vez, dos veces, mil, un millón. Las que haga falta. No la abandona aunque esté rodeado. Esa promesa, lo sabe, no la romperá nunca. Así le enseñaron. O así lo aprendió. Y la sacará de ahí dentro.

20 hs. Abre lentamente la puerta de chapa, como si quisiera dormirla. La falta de aceite lo delata con un chirrido estridente.

Shhhhhkkkkkkkkrrrrrrrrriiiissssjjjttttt

Chitoro no levanta la cabeza. Llega a verlo en el reflejo de una ventana rota. Tira la pinza pico de loro al piso y lo empieza a correr alrededor de la mesa. Pelu salta una silla y esquiva una caja con botellas vacías. Se tropieza, pero sigue y no cae. Lo agarra de la remera y, con la mano entreabierta, le da una cachetada seca en el mentón.

– ¡¿En dónde te metiste?! ¡Olés a mierda!

– Me caí -dice Pelu al borde de la lágrimas- cuando fui a buscar la pelota.

Se oyen ruidos metálicos. Una sombra se proyecta en los rostros agitados.

– Andate, Pelu -dice Salvadora, en un tono seco, mientras empuña un utensilio de cocina metálico-. ¡Ahora!

Chitoro pierde el “Chi” y ahora es sólo un Toro. Está empapado. Tiene las pupilas dilatadas. De las entrañas emerge un bramido gutural.

– ¡Aaaaaaaaaaahhhhhhhhh! Ella le muestra el borde filoso y, en el aire, hace un ademán de cortar. Una vez. Dos veces. El reflejo del acero lo encandila. Abre la mano y Pelu sale corriendo.

– ¡Calmate!

– No lo defiendas. Hizo mierda las zapatillas. ¿Con qué va ir al colegio? Le dije que no y se fue igual -señala Chi(toro) mientras se saca el cinturón-. Se re cagó en lo que le dije.

Pelu abre la puerta la habitación y la cierra de un golpe. Allí los catorce ojos de sus hermanos lo rodean de pies a cabeza, en silencio.

– Si lo volvés a tocar, cuando duermas, te mato-.

Salvadora gruñe mientras le muestra el cuchillo. Te juro.

1 AM

Chitoro duerme sentado en la silla. Salvadora repasa la mesa con un trapo. Pelu camina de puntillas y cierra suavemente la puerta de la habitación. Tiene el pelo húmedo y una remera blanca.

—No lo vas a matar, ¿no?

—Si te vuelve a tocar, sí. Las promesas se cumplen.

Salvadora mira de reojo y abre un cajón. Pelu le pone la mano encima. Salvadora se la quita. Chitoro sigue roncando.

—Sentate en la mesa —dice Salvadora en voz baja—. Ahora voy.

—¿Qué vas a hacer? No volvió a hacerlo.

—Sentate, te dije. Pelu se sienta, abre los ojos y mueve sus manos velozmente, como si tuviera frío.

—Tomá —apoya en la mesa una bandeja con un pedazo de carne—. No les cuentes a tus hermanos y mucho menos a tu padre. A ellos les di ensalada.

Se oyen los ronquidos. Pelu come de un bocado el contenido del plato. Se acerca con la boca llena y le da un beso en los labios a Salvadora.

—Te amo, ¿lo sabías?

—Sí. Yo también. No te das una idea de cuánto.

1970

—¿Me llevás?

—Grrrrrrr…

—Viejo, despertate. Dale, ¿me llevás?

—Andá, Pelu. Dejame dormir.

—Dale, por favor. —Si llueve no vamos —responde Chitoro dormido mientras realiza un ademán de dolor en la espalda—. Andá, dale. Estoy fusilado.

Llueve. Llueve. Agua. Más agua. Se filtran las goteras por el techo de chapa. Tic, tic. Hay que correr. Va. Pone baldes justo debajo. Se queda despierto y los mira de a ratos. Tic, tic. Los vacía. Se le pega la tierra a la planta de los pies: barro, otra vez. Mira por la ventana. Tic, tic, tic. Afuera, la reja se mueve como un barrilete. Él está en silencio; sus ojos enrojecidos quieren copiar al cielo, aunque no lo hacen. Sus hermanos duermen. Escucha los truenos: uno… ¡OTRO aún más fuerte! ¡Bllloooooouuuuuumm! Mira hacia arriba, junta las manos y cierra los ojos. Mueve dos dedos de la mano derecha hacia el pecho, luego de lado a lado, y por último se da un beso en los dedos. La siguiente hora hace lo mismo: se levanta, vacía los baldes, escucha cómo duermen sus hermanos y se queda mirando por la ventana. Pide un favor y hace una promesa. A la media hora el agua se detiene.

Sábado, 11:30 horas.

—No es acá —comenta un empleado de mantenimiento detrás de un barrote descolorido—. Está todo vacío.

—Al pibe le dijeron Barrio Malvinas —interrumpe Chitoro con el ceño fruncido—. ¿Estás seguro?

—¿No se enteraron?

—¿Qué cosa?

—Es en Parque Saavedra —acota mientras se seca la transpiración de la frente.—. ¿No vieron la nota del club? Cambió la sede por el tormentón de ayer.

Padre e hijo se miran, agradecen con un ademán y se alejan unos pocos metros sin hablar; el viento se escurre debajo de sus suelas planas.

—Pelu, vos sabés —dice Chitoro—. Otro colectivo no; no podemos.

—Caminemos. ¡Dale!

—¿Estás loco? No llegamos más; queda en la loma del orto.

Pelu respira profundo y se lleva la mano a la cabeza.

—Probaremos el año que viene.

—No; tiene que ser hoy.

El empleado de mantenimiento se acerca.

—¿Quieren que los acerque? —acota mientras mueve un juego de llaves que lleva en una de sus manos—. Tengo espacio en la chata.

13 horas

—Es re tarde; ya casi que se van. ¿A dónde estaban?

—Me mandaste a cualquier lado; ¿sos boludo?

—Esperame que te presento a Francisco —responde apurado Goyo—. Vení, Pelu, dale; metele que faltan diez minutos.

Goyo y Pelu empiezan a trotar; Don Chitoro se sienta en un banco detrás de la línea de cal y se sostiene la frente con las manos como si le pesara la cabeza.

—¿Él es tu amigo, Goyo?

—Sí, Don Francisco.

—Andá, pibe; agarrá la pechera blanca.

Suspira y se la coloca; la arremanga porque se le mete entre las rodillas. Elonga con sus manos hasta llegar al suelo; levanta la mano izquierda y pide levantándolas cejas. Pica dos veces antes de que se inmovilice en su muslo y empieza a correr: da un paso, otro y otro más; sigue corriendo sin parar. Don Francisco empieza a transpirar como si estuviera corriendo él; se le cae o tira la campera; es lo mismo: ya no tiene un solo latido normal. Da un paso más… otro… y otro más… sigue corriendo… levanta la vista… el arquero sale a toda velocidad… lo elude… da dos pasos más… golpea suavemente la pelota y empieza a rodar… nada parece detenerlo: ni el barro ni las piernas de los rivales… sigue rodando hasta perderse en el fondo del arco… ¡GGGGGGGGGOOOOLLL!

Don Francisco levanta un brazo y llama a Goyo.

—¡Vení!

—¿Qué pasa?

—¿Este amigo tuyo quién es?

—“El Pelu” —responde Goyo— ¿Le gustó?

—¡Vení, pibe! —grita Don Francisco— Quiero decirte algo.

Pelu se acerca trotando.

—Quedaste.

Los dientes no le entran en la cara; quiere gritar pero no lo hace.

—¿Qué edad tenés?

—Nueve; a fines de octubre cumplo diez; soy categoría 60.

—¿En serio? ¿Tenés acá tu documento?

—No sé; esperá que le pregunto a mi viejo.

Pelu sale corriendo hacia afuera de la cancha: un paso… dos… tres… cuatro… cinco… La lengua se le escapa de la boca por culpa de los pulmones agitados; se desenrolla el nudo de la pechera y se la saca; jadea… respira… da un paso… otro… están frente a frente… se miran… ninguno pestañea siquiera; una gota de transpiración corre por el pómulo de Pelu hasta caer sobre sus pies: están embarrados; Chitoro no hace ni dice nada: está inmóvil como si lo hubiesen bañado con cemento; el cielo está gris y empiezan a asomar algunas nubes negras; Don Francisco interrumpe la mímica familiar:

—Pasame tu nombre y apellido, pibe; así ya te agrego a la lista; rajemos rápido que se viene otra vez la lluvia.

—Diego; Diego Maradona, hijo.