Carta de un yerno

No tuvimos una relación difícil pero tampoco podría definirse como fácil. ¿Pero qué vínculo es sencillo? Vos te criaste en el campo, entre pastizales, vacas y soles descubiertos. Yo, en cambio, crecí entre el pavimento citadino y los bares con olor a humedad. ¿Qué probabilidades teníamos de conocernos? A priori, muy pocas o casi nulas.

El camión fue tu pasión y tu medio de vida. Ese transporte fue más que un trabajo. Te ocupaste de dejarlo impecable cada vez que te acercabas a él. Te vi estudiar el motor, y sus diferentes partes, con esmero y dedicación. Un sonido repetitivo te indicaba que era la correa de distribución y otro más silencioso el radiador. Todo era igual para mí. Los motores no son lo mío, pero me gustaba tratar de entender ese universo.

Antes de conocerte había comido carne que se hacía con carbón. Vos me enseñaste el arte qué se hace con leña, calor parejo y paciencia. ASADO (con mayúscula). Verte prepararlo era un espectáculo muy entretenido. El paladar sabía que estaba en presencia de un manjar pocas veces visto. Todos tenían que participar. Lo mismo pasaba con la lona del camión. Había que ayudar a doblarla. Y no solo porque fuera grande sino porque te encantaba tener compañía y testigos en tus tareas.

Siempre fuiste un tipo con pinta, extremadamente prolijo y habilidoso en cualquier quehacer hogareño, que en su juventud tuvo más novias que un galán de telenovelas. Según vecinos y conocidos “de la vieja guardia” también tenías una pierna derecha que podría haber llegado, si te lo hubieras propuesto, a las ligas profesionales de primera división. Tenías pergaminos para exhibir con orgullo: hincha de Boca Juniors, gran bebedor de vino, amiguero y amante de la fórmula uno, entre otros.

Quinientos kilómetros nos alejaban. Tu hija y el afecto nos acercaron. Sé, porque así lo dicen, que hay que colocar distancia para escribir sobre lo que duele. Dejar que las aguas se calmen. No somos océanos, aunque a veces sintamos como nos hunde un cambio en la marea. Los finales apurados no son prolijos ni fácilmente digeribles como el asado a punto que hacías. Había señales, pero nos empeñamos en tratar de sortearlas una detrás de otra.

Lamentablemente una enfermedad cayó en el bolillero. La enfrentaste con coraje y con miedo, cómo hacen los corajudos. Y, fundamentalmente, con entereza hasta el final. Vos no dijiste basta. Nunca un vasco cabeza dura lo hace. Y en tu caso, no fue la excepción. Tu cuerpo, ese que te dejó trepar árboles y tapiales hasta pasados los 70 años, bajó la persiana hasta tapar el último rayo de luz.

Se te extraña (y no solo yo). Somos muchos. Nunca me viste llorar. Así que no rompamos nuestro contrato estilístico. Pero para que eso no pase, claro está, tengo que despedirme ahora. No sé cuánto tiempo más voy a aguantar. De hecho, es una buena oportunidad para confesarte algo: rompí nuestro acuerdo apenas me enteré que te iba a escribir una carta.