Otra vez media hora

– Era una sombra.

– ¿Tenía alguna forma definida?

– No. Había baldosas en ese pasillo. Estaban organizadas como un tablero de ajedrez que cayó dentro de una licuadora encendida: blanco y negro. Negro. Negro.

– ¿Te gustaba?

– La forma no. Sí sentir los surcos de las paredes al apoyar las yemas de los dedos. El techo era una gran rejilla de metal oxidado por la que se filtraban algunos rayos de luz. Cuando levantaba la vista casi ni veía. En ese momento asomaba y después rápidamente desaparecía.

– ¿Cómo era el lugar?

– Un comedor grande y después una habitación al lado de la otra. Era una casa chorizo.

– ¿Y con quién compartías la pieza?

– Con otros chicos, pero en ese momento estaba sola.

Norma, una niña de pelo negro y lacio, camina por un pasillo. Mira la pared, baja la cabeza y luego acelera el paso. La Momi, una mujer de sesenta años, de rostro simétrico y cuello alto, entorna la puerta. Le agarra la mano y, con una sonrisa dibujada, le marca el camino hacia la mesa. Allí, sentados en dos filas enfrentadas, una veintena de niños miran fijamente al Sylvania de veintidós pulgadas. La pantalla, en blanco y negro, parpadea.

Abre la puerta. Allí hay tres pares de camas marineras. Una ventana y un espejo que parece recién pulido. Se saca el gorro de lana. Intenta hacer lo mismo con la mochila. Empuja las tiras. Están cruzadas. Una vez. Dos veces. Mira para ambos lados, mete la mano en el bolsillo, saca un caramelo media hora. Lo pone en su lengua y lo baña con saliva.

Tironea de los cordones para un lado y después para el otro. Dobla una pierna y acerca la boca al pie que tiene calzado. Estira el cuello. Empieza a toser y se lleva una mano a la garganta. Se tambalea. Su cara se pone blanca. Tose. Una gota de transpiración le recorre unos de sus pómulos. Cae al suelo. Su espalda golpea contra el piso, el caramelo sale despedido a toda velocidad y pega en el medio del espejo. Oye como se quiebra. Cierra los ojos. Siente las astillas como un chaparrón de verano. En sus manos hay un líquido rojo. Es espeso. Mira hacia abajo. Su cara está partida en decenas de vidrios rotos.  

– No me pasó nada. Sólo raspones. Cuando me desperté estaba acostada en la cama.

Abre los ojos. Está tapada con una frazada roja. La Momi se acerca lentamente y le pasa la mano por la frente.

– Te agarró otro ataque de asma y te desmayaste, Normi. Tuviste suerte que llegué a tiempo. Te perdiste todo el festejo. Seguimos ganando.   

– ¿Gastón? ¿Sebastián? -repregunta con la boca seca y los párpados a media asta-. Se llevó un solo pañal. Se debe haber hecho encima.   

Ellos están muy bien cuidados. ¿Yo alguna vez te mentí? Cuando estés fuerte los vas a ver. ¿O querés contagiar a tus hermanos?

Se queda dormida. Suena una alarma. Una mano, con las uñas negras prolijamente pintadas, golpea el reloj despertador. Norma se acomoda el bretel del corpiño y el uniforme verde oliva mientras bosteza. Camina por el pasillo prestándole atención a las baldosas. Enciende un cigarrillo. Mira la pared. Las manos se le humedecen. El aire que navega por su garganta pierde espesor. Llega a la puerta de calle. Del otro lado una mujer de pelo negro, con un bolso, está parada con los ojos irritados. Ella baja la cabeza, como si le pesara, y larga el humo por la boca y las fosas nasales. Luego la deja pasar y se va.

– ¿Se dijeron algo?

– Nada. Yo me fui. Igual sentía que me estaba mirando por sobre el hombro.

Agarra su walkman y pone un cassette. Come un caramelo media hora. Cuando siente las esquirlas bailar en los maxilares empieza otro. Después otro. La mujer de pelo negro está vestida con un delantal gris y lleva puestos un par de guantes amarillos. Entra al cuarto, camina despacio, casi en puntas de pie. Norma, con los auriculares en sus orejas, escucha: Podés pasear en limousine, cortar las flores del jardín. Podés cambiar el sol y esconderte si no quieres verme. Puedes ver amanecer con caviar desde un hotel y no tienes un poquito de amor para dar. Yendo de la cama al living. Sientes el encierro. Yendo de la cama al living”.

– ¿Querés un vaso de agua?

– No, gracias -Norma carraspea-. Con el paf me alivia en unos minutos.

Pone el inhalador entre los dientes. Lo muerde. Rocía, en un disparo, el contenido. La mujer apoya el trapo rejilla y lo mueve. Primero de forma lineal y después lo hace en zigzag. Va y viene. Va. Después viene. Los mosaicos empiezan a relucir. Norma se mira en el suelo y ve algunas lastimaduras de acné en la cara. Camina, se resbala y cae.

– ¿Te ofreció ayuda para levantarte?

– Sí, pero yo no quise. Obvio.

 La mujer deja el lampazo y le extiende la mano. Norma se la corre hacia un costado y se para sola en dos movimientos rápidos. Va a la cocina. Abre la puerta de la heladera. Agarra un plato con salsa. Vuelve. Tira el estofado por todo el ambiente y después deja caer el plato. La Momi aparece con los ojos muy abiertos, como si le hubiesen robado los párpados.

– ¿Qué pasó? -pregunta La Momi-. ¿Están bien?

– Sí, se me cayó sin querer, señora -responde rápido la mujer- Ya lo limpio.   

– Torpeza.

– No te desubiques, Norma- dice La Momi en un tono seco. Andate a tu pieza.

La mujer y La Momi se quedan en silencio. Ninguna de las dos ni siquiera pestañea.

¿Ellas cómo se llevaban?

– No sé. Yo no les prestaba mucha atención. Estaba en mi propio mambo, te imaginarás. Plena adolescencia.       

– Dejame dormir -responde Norma-. Yo me hago la cama. ¡Andate!

– Bueno. Quería desearte un feliz cumpleaños. Perdoname.    

– ¡No quiero que me pidas disculpas!

La mujer se queda un instante en silencio. Sus ojos se ponen rojizos. Se sienta en un banco y se acerca a la cama. Aclara la garganta y su voz se pone más espesa.   

– Si querés ahora me voy, pero vos te levantás. ¿Está claro?

Norma la mira de costado por arriba del hombro. Tiene la lengua áspera como un camello sediento en el medio del desierto. Corre la frazada de sus piernas y en un par de movimientos llega al baño. Deja correr el agua caliente de la ducha por la espalda. Se peina el pelo largo y negro. Se pinta los ojos, del mismo color, y se pone un vestido largo. Golpea dos veces una puerta. La Momi la abre y la invita a pasar.

¿Qué pasó?

– Ella era muy cariñosa conmigo. Me sonreía siempre. Yo la quería mucho.     

La Momi se sonríe y la abraza.

– Tomá.

La Momi le da un sobre marrón. Norma lo abre. Ve en una foto a un niño de diez años, jugando en una plaza, arriba de una calesita. Le brotan lágrimas.

– Feliz cumpleaños.

– ¿Era Gastón?

– Sí, estaba bien vestido. Divino.

– ¿Y Sebastián?

– No, en ese momento nada de él.      

– Después de festejar tu cumple te doy las carpetas. Así te quedas tranquila. Están guardadas en el sótano.

– Dame algo más. Por favor.

– ¿Yo qué te prometí? ¿Te acordás?

– Que los iban a cuidar.

– Exacto. ¿Y qué pensás que está pasando desde ese momento hasta hoy?

– Que los están cuidando.  

– Sí, es exactamente así. ¿Yo te mentí alguna vez?

– No.

– Bueno. La familia que lo adoptó es la que también aporta para tus gastos. ¿O a vos te falta algo?

– ¿En qué sentido?

– Material.

– No. Nada.

– Bueno, mejor.

– ¿Quiénes son? ¿Cómo se llaman? ¿En dónde viven?

– Comamos la torta – interrumpe La Momi mientras la abraza-. Ahora hay que festejar. Mi nena ya es una mujer. No lo puedo creer ¡Creciste de golpe!

– Esa noche no dormí nada.

– ¿Qué pensabas?

– No sé.  

Norma escucha unas sirenas. Ve como un vaho de humo negro se escurre debajo de la puerta de su habitación. El piso se llena de agua. Abre la puerta, un bombero, petiso y con rulos, escribe con una birome en una planilla. La Momi le acerca un vaso de agua. Norma gira y vuelve a la cama. En la pared hay una sombra que se mueve. Cierra los ojos y hunde la cabeza en la almohada. Muerde la tela y el vellón en un mismo movimiento.

– Me quedé llorando hasta que se hizo de día. Cuando finalmente había logrado dormirme ya era hora de despertarse.

– ¿Qué fue lo que pasó?

– Dijeron que fue un cortocircuito.

Norma abraza a La Momi y se sube a un taxi. Desde adentro levanta la mano y la sacude. Abre la puerta de un departamento. Está vacío. Pasa la mano por una pequeña mancha de humedad ubicada en el vértice de la pared.        

– ¿Ustedes seguían sin hablarse?

– Sí.

Norma se cepilla el pelo. Le llega hasta los hombros. Apoya las guías telefónicas en una mesita de luz. Se sienta en una cama de dos plazas. Se saca una bota. La otra no le sale. La mujer, de rodete canoso, entra en la habitación luego de golpear la puerta. Lleva una prenda interior masculina en la mano.

– No hace falta que sigas viniendo. Ésta no es la casa de todos.    

– La Momi me dijo que no estás yendo a la iglesia.  

– No tengo ganas de ir -responde Norma mientras le saca el calzón de las manos-. A los veintitrés años puedo decidir lo que quiero. Ya no soy una nena y tampoco necesito una mucama.

– ¿Me dejás volver a ser tu mamá?

Norma se queda mirándola fijamente en silencio.  

– Yo siempre supe quién era.

– ¿Cómo?

– Vino una vez al hogar cuando yo tendría unos once años, pero no me acuerdo nada. Es como si la hubiese borrado de mi cabeza por completo. Además, nos parecemos físicamente.

– ¿Y cuándo la volviste a ver?

– El día que me la crucé en el pasillo.

– ¿Cómo llegó? ¿Sabés?

– Me dijo que le pidió trabajo a La Momi. Le pareció la mejor forma de acercarse.

– Contame lo qué pasó.  

La madre se saca el delantal y se sienta al lado.

– Cuando se lo llevan a tu papá, me dicen que me tenía que ir.   

– ¿Quién te dice? ¿Cómo se lo llevaron? ¿Por qué no nos llevaste con vos?  

– Me alejé para cuidarlos.

– ¡Decime algo más!

– No me grites, ¿qué más querés saber?

– Todo.

– ¿Qué es todo?

– ¿Cómo llegamos al hogar? ¿Y la otra parte de la familia? ¿En dónde estuviste viviendo? ¿Por qué no llamabas?

– Te respondo, pero calmate. Ya te veo agitada y no te hace bien. Una asistente social me contactó con La Momi. La familia de tu papá no quería involucrarse por miedo. Yo estuve viviendo en Uruguay.  

– ¿Sólo estas dos frases de mierda vas a decirme?

– Así empezamos a hablarnos. Qué sé yo. De a poco. Como nos salía. O como me salía a mí.   

Es de noche. Norma y su madre están sentadas en un sillón agarradas de la mano. Tienen las espaldas pegadas a la pared. No se mueven. Un joven de casi treinta años, de pelo corto y mirada colérica, las apunta con un cuchillo.

– ¡¿En dónde estaban?!

– Te fui a buscar, Sebastián. Al igual que a Gastón. Vos sabés. Tu madre adoptiva, antes de morir, contó cómo te habían apropiado. Cruzaron esa información y acá estamos. Calmate por favor.  

Sebastián aprieta el cuchillo y se acerca. Norma tose. Respira con dificultad. Agarra el inhalador del bolsillo y lo pone en su boca. Dispara. Su hermano deja caer el cuchillo y se lleva las manos a la cara.

– ¿Y Gastón?

– Yo vi una foto, en el hogar, cuando él tendría unos diez años. Casualmente el mismo día que la vi hubo un incendio. No quedó nada. 

– ¿Por qué nos dieron en adopción sólo a Gastón y a mí?

– No lo sé.

Norma está sentada, en un sillón, con los brazos cruzados. Toma un té de hiervas. Lo deja reposar hasta que el humo se evapora.

No lo sabía en ese momento y tampoco ahora. Tenía ganas de darle alguna respuesta que lo hiciera sentir mejor.

Se queda en silencio durante varios segundos.

– Estaba pensando en mi nombre. “Norma, ley”. Parece el título de una obra de teatro. Mi mamá dice que lo eligió él.

– ¿Quién es “él”?

– Mi papá.

– ¿Qué sabés de él? De tu papá.

– Sé muy poco. Que se sentía un revolucionario y militaba en una agrupación política. Después que le gustaban las palabras cruzadas y, por último, que eligió mi nombre. Cada vez que intento hablar de él con mi mamá llora y se escapa. Sebastián no pregunta nada. Nunca.

Toma un sorbo de té.

– Un psicólogo me dijo una vez que, si a Norma le sacaba la “R”, de revolucionario, quedaba “Noma”. “No-ma”. Sin mamá.

Norma tose.

– ¿Cómo te llevás con ella?

– Yo la quiero. Nos vemos, con nuestras diferencias, pero yo estoy sola en el mundo. Siempre.

Norma pasea la cuchara por el fondo del tazón.

– Tengo épocas en que no me acuerdo nada. Espacios rotos o en negro. En esos lugares, a veces, lo ubico a él. Es como si fuera una sombra. Muchas veces sentía que si me concentraba en cómo estaban distribuidas las baldosas del pasillo del hogar, y las organizaba en mi cabeza, él reaparecería. Una tara, una obsesión o un deseo. O todo eso junto. No sé. No lo puedo ni nombrar. Está desaparecido, también de mi discurso.

Norma respira profundamente.

– Éramos cinco. De un día para el otro me quedé sola viviendo con un montón de extraños. La única tarea que me dejó mi mamá no la pude cumplir. “Cuidá a tus hermanos”. La muy jodida podría haberme pedido algo posible. Y por el lado de mi papá, hubiese preferido que me ponga un nombre menos imperativo.

Norma lleva las manos a los ojos y los aprieta levemente. Saca una gota de uno de sus párpados. Después pasea sus uñas por los antebrazos. Una vez. Y otra. Unas líneas rojizas le quedan marcadas en la piel. Se mira de reojo.

– Me acuerdo de las lastimaduras. ¡Me dio una impresión!

– ¿Cuáles?

– Las del día en que se me cayó el espejo.

– ¿Qué te acordás?

– Argentina jugaba en la cancha de River. Pleno Mundial ´78. Había tanta gente saltando al mismo tiempo que empezaron a temblar las paredes del hogar. Si bien la casa estaba como a unos cuatro o cinco kilómetros se sentía como un bombardeo. Ese día fue la última vez que lo vi a Gastón. Todavía tengo el gusto a anís en la boca del caramelo redondo. Es como si me hubiese quedado dando vueltas, en círculo, alrededor de lo mismo. Una vez. Y otra. Y otra.

Norma toma otro sorbo de té.

– El tiempo transcurre en una sola dirección, pero no hace siempre el mismo recorrido. Un profesor que tuve una vez, en una clase, dijo una frase que me gustó: “la aguja del reloj va hacia adelante, pero para avanzar arrastra lo que queda atrás”. Cuando me levanto a la mañana, a veces, no sé si pasaron  cuarenta años o media hora.

– Pasaron muchas medias horas.

– Esa fue la primera vez.

– ¿La primera vez de qué cosa?

– Que fui consciente del ahogo que sentía en la boca del estómago.

– ¿Cómo lo describirías?

– Era una sombra.

– ¿Tenía alguna forma definida?

– Estoy teniendo un Déjà vu, ¿no hablamos de esto hace media hora?