1993. Me duele. Hace horas. En el mismo lugar. Una puntada. Pum, pum. Late. Ahí, en el costado. ¿Qué será? ¿Aspirina tenés? Por ahí se me pasa de una buena vez.
– Ya llegamos.
– No se ve un carajo.
– Arriba debe ser. Supongo por el número que tiene la puerta.
– ¿Arriba de dónde? ¿Después de la escalera?
– Para mí que es la otra.
– No. Filcar dice que es acá. La otra es Pas… Pasco. Paso. Es Paso la otra -le señala con el índice sobre el gráfico-. Mira.
– El cartel decía Azcuénaga.
– Esa era la anterior. Larrea y Corrientes. Da dos golpecitos secos en la puerta entreabierta. El humo, de nueve cigarrillos hermanados en un mismo vaho, se le mete sin permiso en sus fosas nasales.
– Carretitas, ¡qué nubarrón!
– Ssss. Si abrimos nos achuchamos compa.
¡¡CraaackK!!
– ¡AyYY! ¡Levantá el zapato, la puta que te parió!
– Perdoname que no te vi -dice mientras se agarra el frente del pantalón-. ¿En dónde se achica la bomba?
– Clausurado. Abajo. En el árbol. O desde la ventana. Vos elegís.
– ¿Las otras habitaciones? Se escuchan risas.
– ¿Todos acá? -pregunta abriendo grande los ojos-. Yo me voy a la mierda.
– ¡Achorado! ¿A dónde vas a ir?
– Ya dije. A la mierda. Chaufa.
Ajusta la correa de su bolso, en el hombro derecho, y después baja las escaleras como si algo se estuviera quemando alrededor. Mira para atrás. Nada. Hojea la Filcar: Pasteur, Uriburu y Junín. En Ayacucho frena y se queda mirando el cartel. Después descansa los ojos sobre un conteiner de basura. Luego sigue. Riobamba, Callao, Rodríguez Peña. Llega por Córdoba hasta Carlos Pellegrini. En Paraguay siente una puntada en la boca del estómago o más para atrás. No puede precisarlo bien. Mete la mano en el bolsillo. Alvear; Santa Fé; Arenales y Arroyo. Se para en una cabina telefónica mientras el frío se le mete por la manga de los pantalones.
– Hola, ¿cómo le va? Bien. Largo… muchas horas son. Si… si. Estamos bien. Se quedó en la habitación. Modestita. Si… si. Ahora como algo y a dormir. ¿Usted cómo se encuentra? Estoy achayando desde temprano -dice mientras bosteza-. Mañana tengo que cachuelear algo y arranco temprano.
Mira la manzana y lustra su corteza con la manga del buzo. Se recuesta, en dos movimientos, en un rincón. Al dar el primer mordiscón mira el ploteado de los micros, de corta y larga distancia, en los andenes. Acomoda su bolso, detrás de la espalda, y vuelve a sentir la puntada. Se levanta, camina unos metros y se acerca hasta una ventanilla.
– ¿Cuánto cuesta el pasaje a Lima?
– Ciento ochenta pesos o dólares.
– Ufff, ¿alguno más barato?
– No, amigo.
– Gracias.
En dos pasos llega de nuevo hasta su bolso. A través del vidrio, percibe hasta con detalles de color, un conteiner. Su respiración se agita. Pone la mano en su pecho y se deja caer en el piso. Agarra un libro -que tenía guardado entre dos remeras- y lee hacia adentro: “Por si acaso, / por si necesitáis / mi filiación / para que las teorías y la metafísica / no sean requisitorias /contra mi muerte, / voy a decir / cómo se escribe un verso. / Nacer a la vida / y ser apaleado / Cruzar con urgencia la niñez / y ser apaleado. / Amar / y ser apaleado. / Estar en la verdad / y ser apaleado. / Una pausa / porque el lomo del hombre / no es tan duro”.
2020
Se sobresalta con el sonido dispar y repetido.
—Hola. Sí, estaba —dice al teléfono—. Deme cinco minutos, por favor; no sé en dónde lo dejé.
Se reincorpora. La sábana queda atorada en una de sus piernas. Hojea el celular. Una puntada en el costado le hace torcer la boca. Abre la puerta del baño y se mira en el espejo. Tiene los párpados abultados; parece como si se hubiera puesto, a golpes, óleo rojo encima. Se coloca un termómetro en la axila y golpea dos veces la pared donde está apoyada la cama doble. Se despega la tela húmeda de la espalda y toma un sorbo de agua con cáscara de manzana. Se oyen dos golpes del otro lado de la pared.
Ringgggg
—Sí, 36,9 —enumera mientras mira el termómetro—. Dolor de cabeza y los ojos. Sí… sí. Eso. Tomé uno, pero no se me va. Late. ¿Qué hago? Mm. Está bien.
Cuelga el teléfono y se mira en el espejo del baño otra vez. Recorre sus pómulos con la yema de los dedos; la piel pálida funciona de telón para el bigote negro. Lo peina. Se recuesta en la cama; sus piernas se mueven de un lado al otro. Agarra una manzana que tiene en la mesa de luz y empieza a morderla: una vez, después otra vez. Se atora. Tose y se vuelve a recostar en la cama.
Suena el celular.
—¿Hola? Se oye un llanto espasmódico del otro lado del teléfono.
—¿Qué pasó, amor?
—Ahora es…
—¿Quién?
—Mi mamá.
—¿Qué tiene?
—Está muy decaída; desde la mañana tiene temperatura. No sé si es porque está triste o le pasa otra cosa más.
—¡Qué lo parió! ¿Llamaste a las emergencias?
—Encontrar hoy un médico disponible en Quito es más difícil que ganarse la lotería. Me dijeron que espere —responde subiendo el tono de voz—. ¡¿Qué quieren que espere?! ¡¿Que se cague muriendo como papá?!
—Quedate tranquila, amor; se va a poner bien.
—No me puedo quedar tranquila —se escuchan sollozos al otro lado del teléfono—. ¿Vos cómo estás?
—Solo como loco malo. Cuando llegué a Argentina me quise pegar la vuelta a Chosica porque había trece personas en la misma habitación de la pensión. Y ahora estoy solo, en un cuarto de un hotel, y daría lo que no tengo para estar acompañado. Las vueltas de la vida, ¿vio?
Suspira profundamente y escucha la respiración agitada del otro lado de la línea.
—Tenés que ser fuerte, amor.
—No puedo.
—Sí, vas a poder.
—Tengo que colgar; no quiero dejar pasar más tiempo. No sé a dónde, pero la voy a llevar para que la vean.
—Cuídate; te extraño.
—Yo también.
1965
– Dele que ya es tarde.
– Mami, deme cinco minutos más que ya termino -responde con las manos coloreadas con tempera-. ¿Ya son las doce?
– Casi. ¿Qué dice acá? -le pregunta la mujer mientras le da una hoja-. Vístase mientras.
– “Querida familia. Muy a mi pesar de… debo. Muy a mi pesar debo decirles que no. No llegaré a festejar la Navidad. No llegaré a festejar la Navidad con ustedes. Están atrasados y no puedo. Estamos recién poniendo las primeras vigas. No puedo tomarme los días. Los días son agotadores”. ¿Estás llorando?
– No, m´ hijo. ¡Que voy a estar llorando! -responde mientras se pasa un repasador por una de sus mejillas-. Me dio la alergia. Vaya a vestirse.
– ¿Qué quiere que escriba?
– Ahora nada.
– ¿Está segura?
– Lávese las manos que va a manchar todo m´ hijo.
– Bueno. Ya voy.
– “No se preocupes. Navidades habrá. Muchas Navidades más tendremos”. Ponga m´ hijo.
– ¿Qué más?
– “Hasta año nuevo puedo guardar sancochado”.
– La carta tarda una semana en llegar. No va a hacer a tiempo a leerlo. Antes se va a pudrir el sancochado.
– Después la terminamos. Deje eso y vamos m´ hijo ¡Dele! Agarre el dibujo y salgamos.
Los dos caminan, a paso veloz, por un sendero de piedras encastradas en diagonal. El sol está pleno y van con los ojos entrecerrados para evitar encandilarse.
– ¿Por qué tiene que irse tan lejos para cachuelear?
– Es así, m´ hijo. Cuando sea grande va a ver. Es muy difícil poner comida en una mesa.
Abren la puerta de madera del liceo. La fachada es de cemento y cal. Un señor promediando los cincuenta años, de cejas verticales los mira:
– Ya cerró.
– ¡Pucha! Fue culpa mía. M´ hijo ya estaba preparado desde rato.
– Se terminó el horario -dice el hombre mientras cierra la puerta-. Ya están decidiendo el ganador.
El niño hunde su cabeza entre los brazos cruzados. Agarra sus dibujos, sus pinceles, los abolla y después los tira a un tacho de basura que tiene a dos baldosas de distancia.
– La próxima vez será m´ hijo.
Ambos se quedan en silencio mientras recorren en sentido inverso el camino de piedra. Sólo se oye el sonido rítmico de los pasos.
– M´ hijo, ¿quiere algo para comer?
– No. Me duele acá.
– ¿Dónde m´ hijo?
El niño se queda en silencio.
– Coma manzana. Eso le sirve para curar todos los males. ¿Lo sabía?
– No.
– ¿Me ayuda a terminar la carta para su padre?
– No quiero.
– Pero si usted sabe que sola no puedo. Yo no tengo la culpa que no le hayan aceptado.
– ¡Usted me demoró!
– ¡No es cierto m´ hijo!
El niño se pone a llorar.
– Venga m´ hijo. Ya va a tener otras oportunidades -le dice mientras lo abraza-. Ayúdame. Sea bueno, m´ hijo.
El niño asiente en silencio mientras le saca punta a un lápiz negro y suspira sus propios mocos.
– ¿Qué fue lo último que escribió?
– “Hasta año nuevo puedo guardar sancochado”. Me duele acá -señala la parte baja de la espalda. Acá.
– ¿En dónde?
– Ahí -lleva la mano hasta el hombro-. No sé. Acá en el costado.
– Cuando se le vaya la amargura m´ hijo se le va a pasar el dolor.
– No quiero pintar más.
– ¿Con lo que le gusta? -sonríe socarronamente-. Deje de decir bobadas m´ hijo. Se quedan en silencio durante un instante.
– Fírmelo y llévelo al correo m´ hijo.
2020
Se levanta de la cama y siente la puntada. Se acerca a la ventana, corre la cortina y mira hacia abajo. Se queda unos segundos distraído con la luz redonda del semáforo rojo. Escucha dos golpes. Espera unos momentos y luego va hacia la puerta. Mira a los costados y no ve a nadie, solo la sombra de sus piernas reflejada en la pared. Levanta la bandeja del piso y vuelve a entrar a la habitación. Saca el termómetro de debajo de la axila y lo apoya en la mesita de luz.
Suena el teléfono.
—Hola. Sí. Recién. 36,4. Con dolor de cabeza y los ojos rojos… No. No. Por ahora, nada más.
Se sienta en el borde de la cama y se pasa las manos por la cabeza, peinando su cabello hacia atrás. Agarra un lápiz y una hoja. Escribe un renglón, después otro.
Agarra su celular. Escucha un llanto corto y repetido del otro lado. Se le cae el lápiz al suelo.
—Mamá se descompuso.
—¡Qué cagada! —Está sedada, pero no la veo nada bien —suspira—. ¿Vos cómo te sentís?
—Más o menos; por momentos mejor y por momentos peor. Me late la cabeza de tanto pensar.
—¿Fiebre?
—No. Tengo como un aire malo en el pecho —coloca una de sus manos en el esternón—. Ahí, en el medio.
—¿Cuántos días más?
—No sé.
—…
—¿Estás ahí?
—…
—Hola.
—Sí, estoy.
—Me gustaría poder acompañarte.
—Vos preocupate por ponerte bien; tenés que volver a trabajar.
—El tiempo que me va a llevar limpiar todo —se agarra la cabeza—. No sé.
—¿Te quedó alguna Biblia?
—Creo que no; me sacaron cincuenta ejemplares de las manos. Seguro que algunas más voy a recibir cuando vuelva; se venden como pan caliente.
—Haceme un favor.
—Sí, ¿qué querés?
—Rezá por tu suegra, aunque no creas.
—¿Sabés por qué?
—¿Por qué qué?
—Porque no creo.
—A ver, contame.
—Mi papá leía la Biblia.
—Pero no era religioso, según me contaste.
—No; la usó para buscarme un nombre, pero como no le gustó ninguno, la dejó.
—Ah, sí; ya me acuerdo.
—Bueno, espero que se recupere pronto tu mamá. Mandale un abrazo de mi parte.
—No me dejan ni verla. —Que sea a distancia entonces; como nosotros.
—Sí. —Descansá; te escucho agotado.
La luz del tubo parpadea en sus pupilas. Le aparece otra vez, en silencio, la puntada en el costado. Se pasa una mano temblorosa por la frente ligeramente transpirada.
—Ya voy a estar bien; eso espero.
1970
Sus pupilas parpadean al ritmo de la luz de tubo. En el pizarrón, un hombre de mediana edad, algo desgarbado, escribe con una tiza de punta redondeada.
– ¿Saben cuál es el libro más traducido después de la Biblia? -dice el profesor mirando al alumnado. ¿Alguien?
Desde atrás del aula se escuchan voces.
– Nadie sabe. Se escuchan risas y murmullos.
Nadie se da vuelta, salta del pupitre y camina hacia el fondo del aula.
– ¿Quién fue? – mientras levanta los puños-. ¿Quién? ¡Qué dé la cara!
Del otro lado del salón.
– Nadie fue. Jajaja.
– ¿Saben ustedes quién era “Nadie”? – interrumpe el profesor-. ¿O piensan qué es solo el nombre de un compañero que ustedes usan para hacer humoradas?
No se oye ni el volar de una mosca.
– ¿Alguno de ustedes leyó la Odisea, de Homero?
Todos se quedan en silencio.
– En la mitología griega Polifemo era una criatura primitiva que tenía un solo ojo en la frente. Lo que se llama un Cíclope. Y vivía, justamente, en la isla de los Cíclopes. Esta característica física, además de ser algo biológico, se apoyaba en la falta de perspectiva y percepción de la realidad que tenían estos seres. Un día llegó Ulises a la isla. Polifemo, para dejarlo desembarcar, le propuso un acuerdo. Para mantener la hospitalidad entre ellos debía identificarse. Es decir, que le dijera su nombre. ¿Qué hizo Ulises? ¿Alguien sabe?
…
– Ulises levantó la voz y dijo: “Nadie me llaman padre, madre y amigos”. Cíclope le retrucó: “pues bien, me comeré a Nadie de último, después de todos. Ese el don que tengo para darte como huésped”.
Se oye el ruido de la campana.
– Pueden salir al recreo. Todos, en fila, se levantan de sus pupitres y salen al patio casi corriendo. Nadie, con las manos en los bolsillos, se acerca con un paso cansino al profesor.
– ¿Cómo siguió? ¿Se lo comieron a Nadie?
– Cuando Polifemo cayó borracho, dormido, Ulises y sus hombres tomaron una lanza robada y se la clavaron en el único ojo.
– Me gustó.
– Yo conocí a tu padre.
– Ah, ¿sí? ¿Dónde? ¿Cómo?
– A él le gustaba andar de tertulia. Cuando estabas por nacer se puso a buscar nombres en la Biblia, pero como no le gustó ninguno se puso a leer la Odisea. Y ahí lo encontró.
Ambos se quedan en silencio.
– Andá al recreo que si no te lo vas a perder todo.
– ¿Y cuál es? No lo dijo al final.
– ¿Qué cosa?
– El libro más traducido después de la Biblia.
– El Don Quijote. Te lo recomiendo.
– ¿De qué trata?
– De la vida.
2019
– Quinientos pesos por kilo.
– Dale.
Nadie mete la mano en el bolsillo. Saca unos billetes, los cuenta y se los da. Dame estos -dice mientras agarra de un carro con cartón cinco libros-. Vos tráeme.
– ¿Algo más capo? ¿Inodoros? ¿Rejas?
– Los miro.
– Piola.
– Ah… otra cosa.
– ¿Qué?
– Andá tirando por ahí que Bigote, de la manzana ciento nueve, tiene libros.
Se sienta en un banco de madera y empieza leer un fragmento de La rebelión de las Masas, de José Ortega y Gasset.
“Para la inteligencia del formidable hecho conviene que se evite dar desde luego a las palabras ´rebelión, ´masas, ´poderío social´, etc., un significado exclusiva o primariamente político. La vida pública no es solo política, sino, a la par y aun antes, intelectual, moral, económica, religiosa; comprende los usos todos colectivos e incluye el modo de vestir y el modo de gozar. Tal vez la mejor manera de acercarse a este fenómeno histórico consista en referirnos a una experiencia visual, subrayando una facción de nuestra Época que es visible con los ojos de la cara. Sencillísima de enunciar, aunque no de analizar, yo la denomino el hecho de la aglomeración, del ´lleno. Las ciudades están llenas de gente. Las casas, llenas de inquilinos. Los hoteles, llenos de huéspedes. Los trenes, llenos de viajeros. Los cafés, llenos de consumidores. Los paseos, llenos de transeúntes. Las salas de los médicos famosos, llenas de enfermos. Los espectáculos, como no sean muy extemporáneos, llenos de espectadores. Las playas, llenas de bañistas. Lo que antes no solía ser problema empieza a serlo casi de continuo: encontrar sitio”.
– ¿Y ese libro? ¿Qué onda?
– Éste -mientras lo agarra fuerte- era imposible de conseguir. En Perú me recorría todas las librerías buscándolo y no lo encontraba por ningún lado. Acá, en cambio, ya es el quinto o sexto ejemplar que tengo.
2020
—36,4. No, no lo tomo más —contesta Nadie al teléfono de línea que tiene en la mesa de luz—. Me cae mal al estómago y no se me va el dolor de cabeza. Gracias. Hasta luego.
Se levanta de la cama y camina hacia la ventana. Agarra una manzana y la lustra con la manga del buzo. Abre la puerta, mira hacia los costados y levanta una bandeja del piso en dos movimientos. La lleva hasta un mueble y la apoya encima. Pasa las yemas de los dedos por la madera del aparador, recorriéndola de un lado a otro.
Va al baño, se lava la cara y se mira en el espejo: una vez, después otra. Su respiración se agita. Tose. Suena el teléfono celular. Suspira hondo.
—Hola.
—… Sss
—¿Qué pasa?
—M…
—¡Pero que lo parió! ¿Cuándo?
Tose, se apoya sobre la madera, mira una cicatriz que tiene en la mano derecha y luego agacha la cabeza.
2007
—Claudio, mire, necesito el laburo.
—¿Tenés experiencia?
—No, pero lo llevo en la sangre. Mi padre hacía lo mismo. Aprendo rápido. Necesito el trabajo.
—La verdad es que siempre hacen falta obreros.
—Sí. Acá tiene uno disponible.
—Ahora necesito un sereno. Es para una obra en Constitución.
—Yo voy.
—¿Cuándo podés empezar?
—Hoy, si lo necesita.
—¿Sabés cómo llegar hasta allá?
—Sí.
—No quiero nada de quilombo ni nada raro. ¿Estamos? Sin chupi y sin minas.
Asiente con la cabeza.
—Quedate esta noche. Si te ves haciendo eso, mañana volvemos a hablar. ¿Te parece?
Se estrechan las manos.
Sube el cierre de su campera, acomoda el bolso en su hombro izquierdo y empieza a caminar. Se frena en una parada de colectivo y se refriega las manos. Luego hace un hueco entre sus dedos y respira dentro.
—Disculpe, señor: ¿este me lleva? —Nadie le pregunta a un hombre que está apoyado en la parada del colectivo 61—. ¿Me deja allá?
—¿Allá dónde?
—Perdón. En Constitución.
—Sí.
—Gracias.
Toca el timbre y baja del colectivo. Camina unas cuadras; el sol se esconde entre las torres de cemento. Abre el candado de un portón, esquiva una mezcladora de cemento y una torre de ladrillos. Sube unas escaleras sin borde: piso uno, piso dos, piso tres. Hace equilibrio, mira hacia los costados, coloca un alargue y su cara se ilumina a medias. Se acerca al borde; su corazón se acelera y sus manos transpiran. Se queda observando con detalle un contenedor que está instalado en la puerta de la obra. Hace el camino inverso: tres, dos, uno; ya sabe dónde está la mezcladora y la torre de ladrillos; los esquiva. Vuelve a abrir el candado y se acerca al contenedor; agarra dos libros y una reja de adentro.
Cruza enfrente.
—¿Cuál?
—La dos. Nadie cierra la puerta de la cabina telefónica y marca un número.
—Hola, Claudio.
—Hola, ¿qué tal?
—¿Cómo va la cosa?
—Bien.
—¿Te ves haciendo esto?
—Sí.
—Bueno, después pasate por la oficina y hablemos más en detalle.
—Me parece bien.
—Ok.
—¿Le puedo hacer una pregunta, Claudio?
—Adelante.
—¿Lo que dejan en el volquete de quién es?
—Lo que está ahí dentro es de nadie.
Baja las escaleras mirando los escalones en diagonal. Pasa el molinete, levanta la reja y siente un dolor en el costado, pero no frena. Se abren las puertas; decenas de personas caminan amontonadas: San Juan, Independencia, Moreno, Avenida de Mayo, Diagonal Norte, Lavalle, General San Martín y Retiro.
Apoya un trapo en el borde de las yemas de una mano y encima la reja; se le dobla la columna en esa dirección y apura el paso; en la otra mano lleva los libros.
A cada suspiro se acerca cada vez más a un barrio de casas bajas; muchas de ellas están a medio hacer, con ladrillos y cemento al descubierto. Dos chicos caminan a su paso.
—¿Qué onda, Bigote?
—Estoy vendiendo.
—¿Qué? ¿Sangre?
—¿Por?
—Mirate.
La mano de Nadie está chorreando líquido rojo.
—Me raspé; vendo materiales para la construcción. ¿Cómo se llama esto?
—Villa 31; vos trae cosas; acá siempre alguien te lo va a comprar.
1983
“En tus ojos de agua infinita
Se bañan las estrellitas, mamá
En tus ojos de agua infinita
Se bañan las estrellitas, mamá
Agua de luz, agua de estrellas
Pachamama, viene del cielo
Agua de luz, agua de estrellas
Pachamama, viene del cielo
Limpia, limpia, limpia corazón
Agua brillante
Sana, sana, sana corazón
Agua bendita
Calma, calma, calma corazón
Agua del cielo
Mamá
En tus ojos de agua infinita
Se bañan las estrellitas, mamá
En tus ojos de agua infinita
Se bañan las estrellitas, mamá
Agua de luz, agua de estrellas
Pachamama, viene del cielo
Agua de luz, agua de estrellas
Pachamama, viene del cielo
Limpia, limpia, limpia corazón
Agua brillante
Sana, sana, sana corazón
Agua bendita
Calma, calma, calma corazón
Agua del cielo
Mamá”
—M’hijo —dice mientras apaga la radio—. ¿A qué hora llegó?
Nadie, dormido, gira en la cama y esconde la cabeza debajo de la almohada.
—Todo el día escuchando música y acostándose tarde. Así no va la cosa, m’hijo. Tiene que cambiar.
—Déjeme un rato más.
—No, m’hijo.
—¿Qué quiere?
—Que se aliste.
—¿En dónde?
—En la Naval.
—¿En serio me lo dice?
—Por supuesto, m’hijo.
—Me van a mandar a la selva. Prefiero quedarme en Chosica.
—No es para tanto.
—Usted no sabe. Está difícil.
—Ahí tengo primos, m’hijo. Nunca te va a faltar un plato de comida.
—¿Y el Sendero Luminoso?
—M’hijo no tiene que tener miedo.
2020
—36,7. Sí. Igual. Gracias.
Corta el teléfono. Agarra un cuaderno que tiene en la mesa de luz. Apoya la punta de la birome en un vértice de la hoja. Tose. La tinta hace un firulete de izquierda a derecha.
Suena el celular.
—Hola… chileno, ¿cómo andás? Sí, sí.
Se reincorpora en la cama.
—Y… ahí andamos. Todo te da vueltas en la cabeza, viste. Tenés mucho tiempo para pensar. Eso me tiene medio abrumado. Quiero escribir y no puedo. Me cuesta dormir; no puedo nada.
Hace una pausa.
—Y mal. Primero mi suegro y después mi suegra… Ella allá. Sí, en Quito.
Deja la birome arriba del cuaderno y se sostiene la frente como si le pesara la cabeza.
—Si podés, pasate por casa. Y sí; me va a llevar bastante tiempo limpiar todo eso. Más o menos son dos mil ejemplares. Ojalá lo supiera; supongo que si todo va bien en unos días. Peleo contra un fantasma. ¿Por allá cómo está la cosa? ¿Sigue jodida?
1970
Suena la campana.
Nadie se acerca al profesor mientras sus compañeros salen al recreo. Se pone la mano en el costado con un gesto de dolor.
—Empecé a leer El Quijote.
—¿Y qué te parece?
—Me gusta cuando pelea contra los molinos de viento; está como enfrascado en su locura.
—Hay un filósofo español que se llama José Ortega y Gasset.
—¿Son dos filósofos?
—No; es uno. Pero lo que piensa muchas veces vale por dos.
Nadie sonríe.
—Él acuñó la frase «Yo soy yo y mi circunstancia». En el libro Meditaciones del Quijote, el autor entiende que la existencia del individuo no puede separarse de su realidad y del mundo que lo rodea.
—¿Pelea contra su imaginación?
—¿Acaso no hacemos eso todos en algún momento?
Nadie se queda mirándolo.
—Para Don Quijote los molinos de viento son sus enemigos; es una certeza. Sufre después las consecuencias, pero el error no lo reconoce.
—¿Por qué?
—Te doy mi opinión personal: para mí porque va a buscar lo que quiere a pesar de todo.
Nadie se queda pensativo.
—Cuando lo termines volvemos a hablar; uno se puede pasar la vida hablando del Quijote y no terminar nunca.
2020
—Hola. Sí, 36,4. ¿Cómo? ¿En serio? ¿Negativo? —pregunta mientras apoya los ojos sobre sus manos—. ¿Ya está?
Va al baño y se mira en el espejo. Pone sobre su cabeza semi calva un gorro de colores. Con dos dedos se acomoda el bigote y luego pasa la mano por encima de su mentón cuadrado. Se mira fijo; así se queda varios segundos. Calza el bolso en su hombro derecho y siente una puntada en el costado. Se acomoda el elástico del barbijo detrás de las orejas y sale de la habitación.
En el lobby del hotel espera sentado; mira hacia la calle y cierra los ojos mientras pone el brazo delante de ellos. En recepción, una voz jovial dice: “Nadie Huamán Rojas”. Se levanta en dos movimientos y camina hasta un escritorio que tiene un acrílico separador en el medio.
—Nadie, ¿qué tal? ¿Le dijeron?
—Sí; pero si lo dice mejor porque me va a gustar escucharlo.
—Se puede ir —le responde mientras sonríe—. En un rato lo llevan.
—Gracias; ¿a los otros del Barrio Padre Múgica les dieron el alta?
—De los diez que vinieron acá quedan cuatro; en realidad desde ahora tres; ahí estoy viendo que llegó la combi.
Nadie levanta el brazo y mueve la mano hacia los costados. Abre la puerta y siente cómo el aire le infla los pulmones. Se sube a la camioneta; respira entrecortado y mira para los costados. En pocos minutos el transporte se detiene; agradece con un gesto levantando la mano y cierra la puerta con un golpe seco.
Camina unos pasos hasta la manzana ciento nueve; la persiana del local de tatuajes al lado está baja. Abre la puerta: al lado tiene estantes con libros apilados horizontalmente. Se recuesta en un sillón de madera y se queja por la puntada en el costado.
Se levanta después de dormitar unos instantes y coloca un saquito de té en una taza. Escucha el sonido de las ruedas de un carro acercándose.
—¿Qué hacés, Bigote? —pregunta un joven veinteañero con un carro repleto de cartón—. ¿Cuándo te soltaron?
—Hace un rato.
—¿Y qué onda?
—Y ahí andamos; está jodido el tema.
—¿La pasaste fiero?
—Te volvés medio loco: pensás, pensás y pensás; después seguís pensando y no podés salir a ningún lado; entonces seguís pensando y pensando… ¿Vos cómo estás?
—Y tirando —contesta mientras le muestra el carro—; para no perder la costumbre.
—¿Qué tenés? —Fijate; por mirar no te cobro.
Nadie se acerca; toca los cartones y los papeles. En un costado encuentra una bolsa repleta de pinturas acrílicas de diferentes colores; también ve pinceles y se queda quieto durante un momento en silencio.
—¿Los querés?
—No; ¿para qué? Desde chiquilín que no pinto.
—¿Seguro? Te los regalo; son tuyos.
—Grraaacias —contesta Nadie mientras agarra la bolsa—; no sé si los voy a usar.
—Te los regalo.
—Gracias.
—¿Cuándo volvés a abrir la librería?
—Mañana o pasado; todavía no sé; necesito laburar. ¿Vas a venir cuando abra el café literario?
—Uh, sí; me re cabe.
El joven empuja el carro mientras Nadie se queda mirando al cielo durante un instante antes de girar y volver a entrar al local. Apoya la bolsa sobre una mesa, levanta un mueble y saca una placa de chapadur que estaba abajo. Abre un frasco de pintura y lo huele; cierra los ojos mientras pasa las yemas de los dedos por los pinceles. Agarra un plato de plástico: con un pincel revuelve el contenido del frasco rojo, luego añade amarillo y después azul; mezcla e incorpora más rojo hasta lograr una tonalidad amarronada. Apoya el pincel sobre la superficie: hace una línea hacia un lado y luego se acomoda en una silla.
¡CrackKK!
Oye cómo le suena un hueso mientras sigue pintando: suma otra línea, después otra más antes de poner el pincel en el agua para batirlo hacia un lado y luego hacia el otro: amarillo, verde… Un poco de blanco para un lado… negro con una línea para el otro… gris y marrón… ¿gris? Sí… pone un poco más… azul… amarillo… un poco más blanco… Un poco de naranja para allá… Mira el reloj: son las tres de la mañana.
Se aleja: ve a un jinete empuñando una lanza sobre un caballo marrón erguido en dos patas peleando con un molino de viento; se queda mirándolo durante largo rato antes de mojar nuevamente el pincel e inscribir “Nadie H” en el vértice inferior derecho del lienzo. Suspira profundamente: estira los brazos hacia atrás y ya no siente ninguna puntada en el costado; finalmente ha terminado con su amargura.
* Nadie Huamán Rojas es el único librero del barrio Padre Múgica, ex Villa 31.