¿Qué comemos?

En la Argentina, la crisis no solo se mide en índices y gráficos. Se mide en la mesa. Donde antes había carne, hoy hay papas; donde se servían frutas y verduras frescas, ahora abundan harinas, fideos y polenta. Esa sustitución forzada es, en realidad, un mapa de prioridades alteradas: los hogares reorganizan sus consumos, reordenan los platos, buscan llenar sin gastar demasiado. Cada decisión frente a la góndola es también una renuncia: lo que se lleva en la bolsa cuenta tanto como lo que queda atrás.

Un relevamiento del Instituto de Investigación Social, Económica y Política Ciudadana (ISEPCI) en el conurbano bonaerense muestra con crudeza el cambio: el consumo de carne vacuna cayó un 67% en promedio —el asado un 68%, la molida un 73% y las milanesas un 60%. El pollo, hasta hace poco refugio de bolsillos ajustados, también retrocedió un 21%. Lo mismo ocurrió con pescados, lácteos, frutas y verduras, alimentos que durante años sostuvieron la idea de una dieta equilibrada y que ahora parecen alejarse cada vez más de la mesa cotidiana.

En su lugar, crecen los productos baratos y rendidores: la polenta aumentó un 142%, la harina y la cebolla un 40%, las papas un 28%, los fideos un 28% y el arroz se multiplica en las ollas. No se trata de una moda gastronómica, sino de una estrategia de supervivencia. “El arroz con huevo reemplazó al asado de los domingos”, dice Claudia, vecina de Laferrere, como quien enuncia una verdad simple y dura a la vez. Lo que antes era celebración hoy se reduce a lo posible; lo que era ritual comunitario, a un plato funcional que resuelve el día.

Ese reacomodamiento también llega a los kioscos, donde un producto clásico argentino ocupa un lugar inesperado: el alfajor. Lo que alguna vez fue una golosina de recreo o un premio improvisado, hoy aparece, en muchos casos, como reemplazo de una comida. Su envoltorio brillante ya no se abre solo en recreos escolares o en viajes de larga distancia, sino en oficinas, en fábricas, en la calle, en cualquier rincón donde alguien intente engañar al hambre con poco.

El titular de una reconocida fábrica nacional lo expresó con claridad: en los peores momentos económicos del país, no es raro que un almuerzo se reduzca a un alfajor y una gaseosa. Y aunque la frase pueda sonar anecdótica, los números lo respaldan: el consumo de alfajores se mantiene alto incluso en períodos donde otros productos caen en picada. Su permanencia habla menos de un capricho goloso que de la adaptación de un alimento industrial a un contexto de privación.

La explicación es simple y compleja a la vez: es accesible, energético, rápido, y está disponible en cualquier kiosco del país. Su versatilidad de precios y marcas lo convierte en una opción recurrente para quienes buscan saciar el hambre con lo que el bolsillo permite. Algunos lo eligen por costumbre; otros, por necesidad. Y en esa frontera difusa entre lo elegido y lo impuesto se dibuja el contorno de la crisis.

Desde la industria, reconocen que este fenómeno obliga a repensar estrategias y a innovar, aunque el vínculo con el producto trasciende el negocio. Para muchos fabricantes, el alfajor es parte de una historia afectiva y familiar: un símbolo que mezcla tradición, mercado y memoria. Para muchos consumidores, en cambio, es lo que queda a mano cuando lo demás se vuelve inalcanzable.

La paradoja es elocuente: mientras la carne, símbolo histórico de la mesa argentina, alcanza su consumo más bajo en más de un siglo, el alfajor —ese círculo de galleta, dulce de leche y chocolate— se sostiene como un alimento básico de emergencia. En un país que durante décadas se narró a sí mismo a través de la abundancia de la carne, la centralidad de un producto de kiosco dice más sobre la época que cualquier discurso.

A veces funciona como premio, otras como escape. Pero en los últimos años, cada vez más seguido, el alfajor es, sencillamente, la comida.