“Los dioses no se jubilan, por muy humanos que sean”. El gran Eduardo Galeano señalaba que cualquiera podría reconocerse en él.
¿Cómo? ¿Por qué? En su libro póstumo Cerrado por fútbol, describía a un personaje que es una síntesis ambulante de las debilidades humanas, o al menos de cierto estigma de masculinidad: mujeriego, tramposo, fanfarrón e irresponsable. Pero los dioses no se jubilan, por muy humanos que sean. A veces, por su andar, son confundidos con simples mortales. Y les sucede lo que promete la palabra mortal: mueren.
¿Qué hizo D10s antes de morir? Reescribió. Se reescribió. Una vez, y otra. Y después otra vez. En primer lugar, trastocó “creencias” establecidas. Logró que cada integrante de un grupo de niños de origen judío se persignara antes de patear tiros libres; esa era la condición para que la pelota entrara en el fondo de la red. Cinco mil años “tirados” para quedarse con el clásico barrial… ¡Oy vey! diría la bobe. Mucho tiempo después, el “Cabezón” Ruggeri, ex compañero del seleccionado, contó públicamente que en un viaje a Jerusalén para un amistoso, vio cómo muchos de los que estaban rezando en el Muro de los Lamentos dejaban de hacerlo cuando él pasaba caminando.
Así se veía, entre las betas horizontales de los VHS, cómo un extraterrestre nacional reinventaba artísticamente las leyes de la física. Y no era precisamente el que había imaginado Steven Spielberg a comienzos de los ochentas, con su film intergaláctico E.T. Este era distinto. Su historia, en un comienzo, se parecía más a la película Crónica de un niño solo, de Leonardo Favio. En ese debut cinematográfico, se cuenta la historia de un niño abandonado que logra escaparse de un asilo para enfrentar a una sociedad que lo trata cruelmente. El mismo Galeano, en otra parte del libro, dice que “el placer de derribar ídolos es directamente proporcional a la necesidad de tenerlos”.
Me van a tener que disculpar, pero resulta difícil entender desde la lógica cómo de un mismo reglamento pueden hacerse tantas reinterpretaciones. En “La guerra del fútbol”, Ryszard Kapuscinski narra en una crónica magistral cómo El Salvador y Honduras mantuvieron una guerra de cien horas en 1969, conflicto que se desató —según el autor— por un partido disputado por las Eliminatorias de México ’70 entre las selecciones de ambos países. El inciso “Guerra” es como ¿Dónde está Wally? No podemos verlo a simple vista, pero después de buscarlo un rato lo terminamos encontrando.
En el mismo escenario, unos años después, ocurre algo. No es igual. Ni lineal. Es inverso. Otra vez la física. Algo de arriba va hacia abajo y algo de abajo sube. Otros dos países, uno muy poderoso y otro muy pobre, se enfrentan en un campo de juego después de cuatro años de haber terminado un conflicto bélico. El aire se cortaba con un cuchillo en el Azteca. Los hooligans y los barra bravas no se saludaron amablemente. Varias botellas y piedras volaron por los aires antes y después de que sonara el silbato inicial.
Un deporte que se juega con los pies, pero primero con la cabeza, cambió. Y vino como un puño apretado. No fue para ningún enemigo, pero al mismo tiempo fue en la cara de todos los rivales. Él sonrió como un chico que hizo una travesura. Eso reconfortó algo. Sí, pero no era suficiente (¿alguna vez lo será?). No alcanzaba con que D10s metiera la mano; también tenía que poner los pies, la cabeza, los huevos y el corazón. No pegó porque nunca llevó armas. Corrió. Solo. Y lo hizo cada vez más rápido. Cayó uno. Después otro. Luego otro más. Cayeron todos. El fílmico dejó constancia de que aquello no fue ciencia ficción de la industria nacional. No bastaba solo con que sucediera; necesitaba (él y nosotros) que se repitiera. Una vez. Y otra. Y otra vez. No solo para regodearnos, sino como enunciara Eduardo Sacheri en el emotivo texto “Me van a tener que disculpar”, para jugar con la fantasía de que algo se podría equilibrar aun sabiendo que eso no era posible. Y ahí aparece algo distinto que su figura venía construyendo a pasos agigantados: la épica y el heroísmo.
Construyó, a la perfección, el camino del héroe (del héroe trágico, diría Alejandro Dolina). Logró así que se (re)escribiera la página más gloriosa, no solo del deporte nacional. Mezcló, en un mismo encuentro y con el rival que tenía que ser, la dosis justa de picardía, talento y buen oportunismo. Entonces, en ese momento, dejamos de ser hinchas para convertirnos en pecadores. Nos apropiamos de D10s porque nos hizo sentir que corrimos a su lado. Y nosotros le hicimos creer que corrimos junto a él. Hasta nos dolían las patadas que le pegaban. Un D10s humano, que sangraba, que pecaba, extraordinariamente carismático y que ponía todo lo que había que poner en el momento en que había que hacerlo y contra quien debía hacerlo.
Y la creencia se desperdigó como reguero de pólvora. Predicó en cada suelo que pisó. Convirtió a la Italia pobre del sur, la Nápoles siempre postergada, en un equipo ganador. San Genaro, su santo desde hacía siglos, fue eclipsado por cánticos de amor que venían de las tribunas del ex Estadio San Paolo (recientemente rebautizado con su nombre). El mundo se rendía a sus pies. Y cuando estuvo ahí arriba; cuando parecía hacer jueguito con las nubes, se quedó solo otra vez. O estuvo demasiado rodeado de todos; eso puede llegar a ser muy parecido, según sus propias palabras. Tantas tentaciones a su alcance hicieron que su costado humano probara las mieles no siempre dulces. Nadie puede mirar fijamente al abismo sin que el abismo te devuelva la mirada, dijo alguna vez el filósofo Nietzsche. Ni siquiera Dios pudo hacerlo.
El mismo filósofo y algunos medios de comunicación anunciaron precipitadamente su muerte en varias ocasiones. Pensaron que era su final cuando, por una cuasi cadena (inter)nacional y con la voz entrecortada, comunicó de su propia boca que le habían cortado las piernas. Contra todo pronóstico, le crecieron otras dos muy parecidas a las anteriores y volvió. Caminó con equilibrio y desequilibrios. Cada vez que se cayó, después volvió a levantarse. Nos había (mal) acostumbrado a esa Gimnasia y Esgrima de verlo resurgir de sus propias cenizas, como el mito del Ave Fénix. ¿O acaso había alguien que esquivara mejor las piernas y los obstáculos que se le aparecían?
Ser agnóstico creyendo en D10s es paradójico. También es de sucio, de fanfarrón, de mentiroso y de pagano. Así como nadie nace sabiendo, tampoco nadie nace creyendo; algunos afortunados pueden adquirir esa fe a lo largo de la vida y otros no. No hace falta señalar a unos y otros; eso “es de botón”, diría él.
No viene al caso. Este D10s, el más humano entre los dioses, tiene aún el poder de hacernos viajar en el tiempo. En mi caso, al momento de la infancia. Allí él es joven; todo está por delante. No hay ausencias. La leche chocolatada te cura de todos los males. El esfuerzo y el talento no tienen fisuras; te pueden llevar directamente, sin escalas, a levantar la copa del éxito. La pelota no se dobla ni se mancha; avanza como un cuento exagerado y caricaturesco gracias a un petiso de rulos que la tiene atada a la zurda.
Yo, como otros tantos pecadores que por estos días estamos tratando de saldar cuentas pendientes con él, también le debo algo: mis padres les preguntaron a mis hermanos cómo querían que se llamara su hermanito en camino y ellos se encargaron del resto. Gracias por eso. Muchos años después, en una licenciatura sin tesis clara, vino él a mi memoria y se convirtió en el centro —como lo es y fue siempre—.
D10s tuvo, tiene y tendrá sus fieles devotos; su iglesia y sus detractores. Entre los distintos saben entenderse. Roberto Fontanarrosa acuñó una frase muy escuchada en estos últimos días: “¿Qué me importa lo que hizo con su vida? Me importa lo que hizo con la mía”. El Negro, hincha abanderado de Rosario Central, no se dejó manejar por el dolor ocasionado por el paso fugaz de él al máximo oponente: Newell’s. Así pudimos advertir cómo produjo otro milagro absolutamente impensado: reunió en un mismo abrazo unificado a rivales irreconciliables bajo un mismo sentimiento.
Dios ha muerto; que descanse en paz (después de sus mil vidas tan agitadas). Ahora solo queda el que ya vive hace tiempo en cada uno de sus pecadores. Después de que se sequen las lágrimas, tendríamos que poder recordarlo con una sonrisa; se lo debemos no únicamente por todas las inmensas alegrías que nos supo dar sino por haberlo dejado tan solo allá arriba: ahí, en ese lugar al cual solo D10s pudo llegar.
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