La orfandad simbólica

En algún punto del mapa —real o metafórico— hay un individuo que nunca encontró al padre. O, mejor dicho: nunca encontró esa figura que, sin necesidad de alzar la voz, pudiera enunciar con serena firmeza: “hasta acá”. Esa frontera simbólica que no reprime ciegamente, sino que orienta con sabiduría; que no encierra en dogmas, sino que estructura el psiquismo; que permite habitar el deseo sin sucumbir a su abismo devorador. Pero ese hombre, esa mujer, no está solo en su búsqueda. Esa carencia, lejos de ser una anécdota personal, es una marca epocal, el signo distintivo de un tiempo.

Javier Pérez —quien se presenta en los medios bajo el seudónimo “Doctor Chinaski”— fue quien formuló la tesis de que la caída de la figura paterna deja un vacío simbólico que las sociedades tienden a llenar eligiendo líderes autoritarios. Esta idea adquiere especial relevancia en el contexto actual, donde las instituciones que tradicionalmente ofrecían anclaje y orientación —la familia, el trabajo, la escuela, incluso las narrativas religiosas o políticas— han visto mermada su capacidad de cumplir esa función primordial. No porque hayan desaparecido por completo, sino porque han perdido su densidad simbólica, su potencia para investir de sentido la existencia. Y en ese vacío —sutil pero penetrante, casi imperceptible pero profundamente desestabilizador— se cuela la angustia existencial, la desorientación radical, un terreno fértil para la emergencia de figuras que prometen un orden expeditivo, a menudo a cualquier costo.

El fin del orden simbólico y la sed de un Amo

Jacques Lacan, con su característica lucidez premonitoria, lo anticipó: asistimos al declive del Nombre del Padre. No se refería, claro está, al padre biológico como progenitor ni al patriarca autoritario de antaño, sino a una función esencial: aquella que articula el deseo con la ley, que introduce un orden en el caos pulsional primario y que, al hacerlo, posibilita la subjetivación, el advenimiento de un sujeto deseante pero responsable. Cuando esa figura simbólica se debilita, no desaparece el deseo de orden.

Al contrario: este se exacerba, se vuelve más urgente, más compulsivo, y queda peligrosamente disponible para ser capturado por formas de autoridad más regresivas, a menudo brutales. En lugar de sujetos autónomos que internalizan y aceptan la ley simbólica como condición de la convivencia y el crecimiento, emergen individuos que, paradójicamente, piden ser dominados. Anhelan una voz externa, contundente, que les diga qué hacer, qué pensar, qué sentir, a quién odiar y a quién temer. No por una intrínseca maldad, sino por una profunda desorientación existencial, por un vértigo ante la ausencia de referencias claras.

Para profundizar en esta dinámica, Massimo Recalcati, uno de los psicoanalistas contemporáneos que con mayor agudeza ha explorado esta cuestión, sostiene que el auge de los líderes autoritarios es la manifestación más palmaria de esta crisis de la función paterna. Pero advierte: no se trata de un simple reemplazo del padre simbólico por un líder carismático. Es un desplazamiento mucho más problemático: un giro hacia un tipo de autoridad más primitiva, más visceral, menos mediada por la palabra y el razonamiento, y más cercana al acto puro, a la imposición violenta. Es el retorno espectral del padre tiránico, aquel que no transmite la ley como un legado que libera, sino que la impone como un yugo que somete.

En su lectura, este fenómeno trasciende la etiqueta de “populismo”, al menos en su acepción clásica. Es algo más hondo, más estructural: una regresión al anhelo infantil de fusión con una figura omnipotente que promete restaurar mágicamente el sentido perdido, que ofrece certezas absolutas en un mundo percibido como caótico. Un deseo de fusión que, en lugar de generar comunidad y lazo social, produce masa, obediencia ciega y gregarismo.

Cuando las instituciones tradicionales ya no sostienen

Durante siglos, la familia funcionó como la primera y más fundamental institución donde se transmitía el lenguaje, el deseo, la ley. No tanto como una unidad moral intachable, sino como una arquitectura simbólica esencial. En su seno se aprendían los límites, se inscribía el nombre propio diferenciándose del otro, se organizaba la temporalidad de la vida y se heredaba una genealogía. Pero esa estructura, aunque persistente en sus formas, se ha vuelto porosa, frágil, a menudo desbordada por las presiones contemporáneas. Esta fragilidad institucional es analizada con agudeza por diversos pensadores.

Zygmunt Bauman, por ejemplo, lo explicó magistralmente en términos de “modernidad líquida”: las formas sociales que otrora parecían sólidas e inmutables —como la familia nuclear tradicional, el matrimonio para toda la vida, el empleo estable— se disuelven en un contexto donde nada parece tener vocación de permanencia. Los vínculos se tornan volátiles, contingentes, fácilmente reversibles. La libertad que prometía una emancipación se transforma, con demasiada frecuencia, en una intemperie de desamparo y soledad. Y frente al desamparo, emerge con fuerza el miedo, ese afecto primordial que busca desesperadamente refugios. Es en ese terreno fértil donde los liderazgos autoritarios ofrecen una falsa promesa de firmeza: simplifican drásticamente la complejidad del mundo, trazan fronteras nítidas entre “nosotros” y “ellos”, asignan chivos expiatorios y enemigos visibles. En un universo donde todo parece flotar sin rumbo, ofrecen la ilusión de peso, de anclaje, de dirección unívoca.

Christopher Lasch, ya en la década de 1970, advertía en La cultura del narcisismo que una sociedad centrada en el yo, hedonista y desprovista de anclajes simbólicos trascendentes, produce sujetos frágiles, radicalmente inseguros, hipersensibles a la mirada y al juicio del otro. Estos sujetos, al no contar con una trama de sentido interna que los sostenga, buscan desesperadamente ser reconocidos y validados por figuras externas que les devuelvan, aunque sea fugazmente, la ilusión de importancia y pertenencia. Y cuando la autoestima se convierte en una obligación performativa, cualquier promesa de grandeza —por más vacía o irreal que sea— se transforma en un imán político irresistible.

Gilles Lipovetsky, desde otra perspectiva complementaria, retoma esta idea en La era del vacío. Describe cómo la hiperindividualización y el culto a la autonomía personal, llevados al extremo, socavan las instituciones y los relatos colectivos que tradicionalmente daban sentido a la existencia. Ya no hay grandes narrativas compartidas, solo un archipiélago de experiencias privadas, a menudo incomunicables. Y sin una narrativa común, sin un horizonte de sentido compartido, el individuo se encuentra expuesto a una libertad sin brújula, a una autonomía que deviene en aislamiento. No elige su rumbo con convicción; más bien, flota a la deriva. Y cuando flotar se vuelve una experiencia insoportable, se anhela tierra firme, aunque esta sea autoritaria y restrictiva.

El trabajo como estructura identitaria erosionada

La pérdida de la función simbólica de la familia no acontece de forma aislada. A ella se suma la progresiva disolución del trabajo como espacio privilegiado de construcción identitaria y de inserción social. Lo que antes podía ser una fuente de dignidad, de relato personal, de organización de la temporalidad vital —una profesión ejercida con orgullo, una carrera con proyección, un oficio transmitido y valorado— hoy se presenta, para vastos sectores, como una sucesión de tareas fragmentarias, precarias, sin continuidad ni promesa de futuro estable.

Richard Sennett lo explicó con meridiana claridad en La corrosión del carácter: en el nuevo capitalismo flexible, el carácter, entendido como la coherencia narrativa de una vida, pierde su forma. Ya no hay lealtades de largo plazo entre empleado y empleador, ni proyectos profesionales duraderos, ni oficios que atraviesen y den sentido a una existencia entera. Lo que queda es un sujeto permanentemente adaptable, pero también estructuralmente debilitado, sin la posibilidad de narrar su propia experiencia laboral y vital con un hilo conductor de sentido. Y sin relato, como bien sabemos, el sujeto se desdibuja, se fragmenta.

Para nombrar esta nueva realidad social, Guy Standing acuñó el término “precariado”. Con él designa a esa clase social emergente de trabajadores informales, crónicamente inseguros, desprotegidos, a menudo sin representación sindical efectiva ni expectativas claras de futuro. No se trata solo de una categoría económica: es, fundamentalmente, una categoría existencial. Implica vivir sin saber qué lugar se ocupa en el entramado social, sin un reconocimiento que vaya más allá de la mera funcionalidad productiva. Y quien no sabe qué lugar ocupa, quien se siente despojado de su valía, puede ser fácilmente arrastrado por cualquier discurso que le prometa “devolverle su lugar”, su dignidad perdida, su identidad amenazada.

Rituales perdidos, cansancio crónico y la demanda de control

Byung-Chul Han, desde una perspectiva filosófica con hondas raíces en la fenomenología y el pensamiento oriental, ofrece una clave adicional para comprender este malestar: la desaparición progresiva de los rituales. Los rituales no son meras costumbres o formalidades vacías; son marcos simbólicos que ordenan el tiempo, el cuerpo, las relaciones, el deseo. Proveen pautas, transiciones, momentos de comunidad y de introspección. Sin ellos, la vida se vuelve una sucesión lineal e interminable de estímulos y respuestas, una carrera sin pausas, sin profundidad simbólica, sin espacios para la elaboración comunitaria del sentido.

En La sociedad del cansancio, Han señala que el sujeto contemporáneo ya no está primordialmente oprimido por un deber externo impuesto por una autoridad disciplinaria (“debes obedecer”), sino por un mandato interno mucho más insidioso y autoexigente: “Yo puedo”, “Yo debo rendir más”. Esa autoexplotación constante, disfrazada de autorrealización, genera una fatiga crónica, depresión y ansiedad endémicas.

En esta atmósfera de agotamiento y vacío, las antiguas formas de procesar el sufrimiento han mutado. Lo que antes se tramitaba simbólicamente a través de narrativas culturales, rituales compartidos o la elaboración psíquica —el dolor, la pérdida, el fracaso, la incertidumbre— ahora se busca anestesiar o externalizar. Esto se manifiesta mediante la búsqueda compulsiva de control, la demanda de una autoridad férrea, o incluso la proyección punitiva sobre otros. En lugar de reconstituir vínculos sociales sólidos y significativos, se buscan soluciones rápidas, a menudo ilusorias. En lugar de fomentar la comunidad basada en el diálogo y el reconocimiento mutuo, se refuerza la identidad tribal contra un enemigo construido. En lugar de la palabra que media y elabora, se impone la orden tajante, el silencio del pensamiento crítico.

La arquitectura simbólica como necesidad antropológica ineludible

Pierre Legendre, jurista y psicoanalista francés, fue uno de los pensadores que con mayor insistencia y profundidad subrayó la dimensión simbólica fundante de la familia, la ley y las instituciones en general. Para él, no hay subjetividad humana posible sin una inscripción simbólica que ubique al sujeto en una genealogía, en una historia, en un orden cultural que lo precede y lo trasciende. Es esta inscripción la que nos diferencia del mero organismo biológico y nos constituye como seres de lenguaje y cultura.

La familia, insiste Legendre, no es simplemente un nido de afectos y cuidados primarios. Es, ante todo, una institución, un montaje simbólico que transmite las prohibiciones fundamentales (como la del incesto), los nombres, los lugares, las filiaciones. Y cuando esa institución primordial se debilita o se deslegitima sin que emerjan otras formas sólidas y compartidas de inscripción simbólica, el sujeto se ve arrojado a un caos de indiferenciación, a la intemperie de lo puramente pulsional. Porque sin inscripción simbólica, no hay nombre propio que singularice. Y sin nombre, no hay límite claro entre el yo y el otro. Y sin límite, no hay deseo estructurado, sólo pulsión desbocada que busca una satisfacción inmediata e imposible. En ese contexto de orfandad simbólica, el Amo, en sus diversas encarnaciones, reaparece con fuerza. No como el guía que orienta y acompaña el crecimiento, sino como el dueño que somete y controla. No como el transmisor de un sentido que invita a la apropiación crítica, sino como el impositor de un orden que exige sumisión incondicional.

¿Qué nos queda? Hacia una reconstrucción del lazo simbólico

Tal vez no se trata de emprender una imposible y nostálgica restauración del padre tradicional, ni de idealizar acríticamente formas de autoridad del pasado que ya no responden a las complejidades ni a las legítimas aspiraciones de libertad del presente. Pero sí es imperativo y urgente preguntarnos: ¿cómo podemos construir, o reconstruir, en el siglo XXI, una arquitectura simbólica que no se base en la obediencia ciega y la sumisión, sino en la transmisión reflexiva, el consentimiento y la responsabilidad compartida? ¿Qué nuevas formas de inscripción, de pertenencia significativa, de ejercicio de una autoridad legítima y orientadora son posibles —y necesarias— en este tiempo fragmentado, líquido y veloz?

La respuesta, sin duda, no será simple ni inmediata. Exigirá un esfuerzo colectivo de imaginación social, política y cultural. Demandará la revalorización de espacios de diálogo, la creación de nuevas narrativas inclusivas, el fortalecimiento de instituciones democráticas que fomenten la participación ciudadana y el pensamiento crítico. Implicará, quizás, repensar la educación no solo como transmisión de conocimientos técnicos, sino como formación ética y cívica; redefinir el trabajo más allá de su mera utilidad económica, reconociéndolo como ámbito de realización personal y lazo social; y cultivar nuevas formas de comunidad que ofrezcan pertenencia sin ahogar la individualidad.

La urgencia es real y apremiante. Porque si no somos capaces de reconstruir y revitalizar estructuras simbólicas que sostengan el deseo, que ofrezcan sentido y que promuevan la autonomía responsable, otros lo harán en nuestro lugar. Y es muy probable que lo hagan instrumentalizando el miedo, fomentando la exclusión y recurriendo, en última instancia, a la violencia abierta o soterrada como única forma de “ordenar” el descontento. El desafío es monumental, pero de su resolución depende la calidad de nuestra convivencia futura.