Banegas es Molly Bloom

Desde lo más hondo del flujo de conciencia —ese río interior donde no hay signos de puntuación ni relojes ni pausa—, una mujer habla. No a alguien. No con alguien. Habla consigo. O con la memoria. O con el cuerpo. Lo hace como quien desentierra palabras para no fosilizarse en el silencio.Y es Cristina Banegas quien le presta voz, carne, temblor, lentitud, respiración. Le da experiencia. Le presta coraje a Molly Bloom, personaje clave de Ulises de James Joyce. Pero no como quien se disfraza. Como quien deja de actuar.

La escena como suspensión del tiempo

La obra no tiene nada de ampuloso. No hay trampa visual. Tampoco ornamento. Solo un cuerpo, un espacio limpio, una tela suspendida como un umbral. Y una actriz que, sin necesidad de levantar la voz, logra que el tiempo deje de correr como lo hace afuera, allá, donde lo cotidiano ocurre sin detenerse. Porque en escena —si hay escena, si llamamos escena a ese estado de suspensión—, todo se vuelve pensamiento.

Joyce encarnado

El texto es el célebre monólogo final de Ulises, de James Joyce. Una sola frase, sin pausas, sin puntos, sin explicaciones. La voz de Molly, esposa de Leopold Bloom, repasa el deseo, la maternidad, los amantes, los olores de un cuerpo que sabe de tacto y de tiempo. Una conciencia en espiral que no se excusa ni se corrige, que se da como es. Si en la novela ese monólogo era ya un vértigo de lenguaje y libertad, en la puesta de Banegas se convierte en materia viva. En acto físico.

Voz, cuerpo y trance

El trabajo vocal es casi hipnótico. No porque encantara, sino porque arrastra. Banegas no recita: pulsa el texto como una cuerda viva. Se detiene donde el texto lo exige, se acelera donde la conciencia se desborda. Modula no solo con la garganta, sino con las manos, los silencios, la mirada perdida que no necesita interlocutor. Hay pasajes donde la escena roza la plegaria, y otros donde parece rito pagano. Y todo ocurre con una dignidad que estremece, como si el cuerpo de la actriz se volviera médium de una voz más antigua que el texto mismo.

Pensamiento en presente

Lo que emociona —y no por lástima ni por identificación— es la posibilidad de asistir al pensamiento mientras ocurre. No a su conclusión. No al producto final. Sino al pensamiento en tránsito. Al deseo dicho sin gramática ni corrección. A la conciencia que se mueve como una corriente subterránea: cálida, oscura, impredecible. Molly recuerda, respira, se excita, duda, acusa, desea. Todo al mismo tiempo. Porque así es el pensamiento cuando no se lo encierra.

Dirección por sustracción

La dirección de Carmen Baliero opera por sustracción. Nada sobra. Nada distrae. Cada elemento del espacio está al servicio de la voz. El color rojo —en una tela, en un atril, en una línea— no adorna: hiere. Sugiere sangre, carne, deseo, grito. Es signo, no decoración.

El placer de decir “sí”

Y, sin embargo, no es una obra grave. No es un sermón. No es una tesis. Es, ante todo, una afirmación del placer. Una mujer que dice “sí” sin condiciones. Que se dice “sí” a sí misma. Que no se justifica ni se confiesa. Que recuerda no por nostalgia, sino por lealtad a su cuerpo, a su historia, a su deseo. Esa palabra —sí—, última del texto, dicha por Banegas con una mezcla de ternura, agotamiento y fe, no es respuesta a un hombre: es una decisión. Un destino. Un punto de llegada.

Una voz que no pide permiso

Lo que queda al final no es solo una obra. Es una presencia. Es la certeza de haber escuchado algo verdadero, algo que no pide permiso. Que no se edita. Que no se embellece. Una voz que no busca gustar. Que no quiere explicar. Que solo necesita decir.

Y hay que estar dispuesto a escuchar lo que rara vez se deja oír.

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