Capital y fascismo

Hay algo perturbador en la recurrencia. Como si la historia no avanzara en línea recta sino en espiral, regresando a los mismos puntos, pero en alturas distintas, con máscaras renovadas. Cuando surgen líderes que prometen restaurar grandezas perdidas mientras desmantelan instituciones democráticas, no estamos únicamente ante excentricidades electorales o desvíos temporales. Estamos, sugiere Rocco Carbone en sus ensayos Ultra y Lanzallamas, ante una manifestación contemporánea de algo más profundo: el fascismo como respuesta instrumental del capitalismo en crisis. “Cuando está en crisis, el capitalismo organiza el fascismo, para cuidarse”, escribe Carbone, y esa frase —brutal en su simpleza— abre una línea por donde asomarnos a un mecanismo que trasciende épocas y geografías.

La pregunta no es si el fascismo ha vuelto, como si alguna vez se hubiera ido definitivamente. La pregunta es: ¿bajo qué formas reaparece cuando los engranajes del capital crujen, cuando la acumulación encuentra sus límites, cuando la promesa de progreso liberal se debilita? Y más aún: ¿existe un patrón reconocible en esa reaparición, una lógica estructural que conecte las políticas de austeridad europea de los años veinte con el momento actual?

Carbone propone una tesis inquietante: el fascismo contemporáneo no es una reminiscencia nostálgica de camisas negras y desfiles militares. Es, más bien, una arquitectura de poder que se ensambla cuando los mecanismos regulares del Estado capitalista resultan insuficientes para contener las tensiones que su propio funcionamiento genera. En esta nueva configuración, tres elementos se articulan: el capitalismo tecnológico-financiero, las estructuras mafiosas y el dispositivo fascista. No se trata de esferas separadas que eventualmente colisionan, sino de una trama donde lo legal y lo ilegal, lo público y lo privado, lo institucional y lo criminal se legitiman mutuamente, creando zonas grises donde el poder opera sin las fricciones de la legalidad democrática.

Lo que Carbone denomina “fascismo celular” es particularmente revelador. No hablamos ya de un fascismo de masas concentradas en la plaza, sino de un fascismo difuso, molecularizado, que penetra a través de dispositivos tecnológicos, redes sociales, algoritmos que organizan afectos y configuran realidades. Es un fascismo que no necesita uniformes porque opera en el nivel de la subjetividad, que no requiere un líder carismático tradicional porque el carisma mismo se produce industrialmente en plataformas digitales. Un fascismo que, en palabras de Carbone, es “psicotizante”: fragmenta, atomiza, destruye los lazos colectivos que podrían articular resistencias.

Pero este fenómeno no emerge de la nada. Clara E. Mattei, en The Capital Order: How Economists Invented Austerity and Paved the Way to Fascism (2022), traza un linaje histórico fundamental. Su investigación sobre las políticas de austeridad en Europa tras la Primera Guerra Mundial revela que la austeridad nunca fue una mera cuestión de “ajustar las cuentas”. Fue, desde su origen, una herramienta de disciplinamiento de clase. Analizando documentos de conferencias internacionales entre 1920 y 1922, Mattei muestra cómo economistas y tecnócratas construyeron la austeridad como respuesta a una crisis que no era solo económica sino política: la amenaza de experimentos socialistas, el ascenso de movimientos obreros organizados, la posibilidad misma de que existieran alternativas al capitalismo.

“La austeridad emergió como una herramienta de control de clase en defensa del sistema capitalista”, escribe Mattei, y esa frase desmonta la narrativa tecnocrática que presenta los recortes como imperativos neutrales, decisiones racionales ante déficits inevitables. Lo que Mattei documenta es algo más visceral: la austeridad como política de guerra de clase, como mecanismo para restaurar jerarquías que la movilización social había puesto en cuestión. Y aquí aparece el nexo crucial: esas mismas políticas de austeridad, legitimadas por el discurso económico experto, pavimentaron el camino hacia los fascismos. No fueron obstáculos contra el autoritarismo, sino su condición de posibilidad.

El argumento de Mattei no es determinista —la austeridad no “causa” mecánicamente el fascismo—, pero sí señala una correlación estructural: cuando el capital se ve amenazado, recurre a políticas que debilitan la capacidad de respuesta democrática, que empobrecen materialmente a las mayorías y las vuelven susceptibles a discursos autoritarios que prometen orden y restauración. La tecnocracia económica y el fascismo político no son enemigos: son, potencialmente, aliados en la defensa de un orden social basado en la desigualdad.

Suzanne J. Konzelmann retoma este debate y lo trae al presente. Se pregunta: ¿estamos asistiendo a una reedición del escenario de entreguerras? Ese “dejar hacer” que limita al máximo la intervención del Estado— vuelve a atravesar una crisis. Como entonces, esta doctrina, asociada a la libertad de mercado y al retraimiento estatal en materias como impuestos, regulaciones o aranceles, enfrenta viejos fantasmas: el avance de la extrema derecha en Europa y América, las políticas de austeridad posteriores a 2008, la erosión de las instituciones democráticas. ¿No evocan, acaso, los momentos inquietantes de los años veinte y treinta?

Konzelmann retoma a Mattei pero amplía el marco: no se trata solo de Italia o Reino Unido, sino de un fenómeno global. Y aquí la sincronía es reveladora. Desde Hungría hasta Italia y la India, los años recientes han visto el fortalecimiento de gobiernos que combinan retórica nacionalista, políticas económicas pro-capital, desmantelamiento de derechos sociales y ataques sistemáticos a minorías y disidencias. No todos son idénticos —las especificidades locales importan—, pero comparten una estructura reconocible: utilizan crisis reales o construidas para justificar concentraciones de poder que profundizan la desigualdad mientras prometen restaurar un orden perdido.

Lo que Konzelmann subraya es que la austeridad contemporánea, como la de entreguerras, no es solo una política económica: es una reorganización completa de las relaciones sociales. Cuando se recortan servicios públicos, se precariza el trabajo, se desfinancian sistemas de salud y educación, no se están simplemente reduciendo gastos: se está desarmando la infraestructura material de la solidaridad social, se está destruyendo la base sobre la cual podrían construirse alternativas colectivas al individualismo de mercado.

Tres autores, tres geografías, tres momentos históricos. Sin embargo, lo que emerge de la lectura conjunta de Carbone, Mattei y Konzelmann es un mapa coherente del fenómeno: cuando el capitalismo enfrenta crisis estructurales —ya sea por sobreacumulación, caída de rentabilidad, agotamiento de mercados o cuestionamiento político—, activa mecanismos que exceden lo meramente económico. La violencia, directa o estructural, se vuelve más visible. El Estado, que en tiempos de estabilidad puede permitirse “una fachada democrática”, muestra su función primaria: garantizar las condiciones de acumulación, incluso si eso requiere suprimir libertades, precarizar existencias, criminalizar resistencias.

Mientras Mattei nos ofrece la genealogía histórica —cómo la tecnocracia económica europea legitimó políticas que abrieron paso al autoritarismo—, Carbone despliega el diagnóstico del presente latinoamericano, donde el fascismo se ensambla con poderes mafiosos y tecnologías de control molecular. Konzelmann, por su parte, tiende el puente: muestra que no estamos ante fenómenos desconectados sino ante la actualización de un patrón que se repite cuando las contradicciones del capitalismo se vuelven insostenibles.

La categoría de “fascismo celular” que propone Carbone es particularmente potente para entender la especificidad de nuestro tiempo. El fascismo del siglo XXI no necesita concentraciones masivas porque opera en el nivel de la dispersión: cada usuario en su celular, cada subjetividad hiperconectada pero aislada, cada algoritmo que produce burbujas de realidad incompatibles entre sí. Es un fascismo que no se presenta como tal —incluso lo niega vehementemente—, que usa el lenguaje de la libertad individual para destruir las condiciones de la libertad colectiva, que promete desregulación mientras regula cada vez más estrictamente qué vidas importan y cuáles son prescindibles.

Pero hay algo que estos análisis, en su lucidez crítica, no pueden ofrecernos: la certeza de un desenlace. Si el fascismo es instrumento del capitalismo en crisis, ¿qué condiciones podrían evitar que ese instrumento sea empleado? ¿Qué contramedidas democráticas, sociales, culturales podrían interrumpir ese mecanismo? Las respuestas no son evidentes, y sería irresponsable ofrecerlas como si lo fueran. Lo que sí podemos decir es que reconocer el patrón es un primer paso necesario.

Mientras sigamos creyendo que el fascismo es una patología externa al capitalismo, una desviación corregible con más mercado o más libertad individual, no entenderemos que puede ser, precisamente, la forma política que adopta cuando se ve amenazado. La crisis no es solo económica: es social, política y cultural. Cuando esos sostenes se agrietan simultáneamente, cuando amplios sectores sienten que el presente es intolerable y el futuro impensable, emergen ventanas políticas impredecibles. Por esas ventanas puede colarse la esperanza de transformaciones emancipatorias, pero también —y la historia lo demuestra con brutalidad— puede entrar el fascismo con sus promesas de orden, pureza y restauración.

Lo que está ocurriendo ahora no es un desvío de la historia latinoamericana: es una de las formas posibles que adopta el capitalismo neoliberal en su fase de crisis, cuando ya no puede prometer prosperidad generalizada y solo puede ofrecer disciplinamiento, cuando la única respuesta a la crisis es profundizarla esperando que del otro lado emerja un nuevo ciclo de acumulación sobre los escombros de lo destruido.

Si creemos que vivimos en tiempos seguros de democracia liberal, estos autores nos invitan —nos obligan— a revisar esa creencia. La democracia liberal, esa construcción histórica frágil y siempre precaria, nunca fue incompatible con el capitalismo por principio, pero tampoco está garantizada por él. Cuando la acumulación enfrenta límites, cuando la desigualdad se vuelve insostenible, cuando las mayorías empobrecidas amenazan con exigir redistribución, el capital tiene opciones: puede ceder, puede negociar, puede transformarse… o puede recurrir a formas cada vez más autoritarias de dominio.

Lo que proponen estos autores, cada uno desde su propio enfoque, es que la posibilidad del fascismo no es una exageración. Ha ocurrido antes, y vuelve a insinuarse. La cuestión, entonces, no pasa por preguntarse si puede regresar —en parte, ya lo está haciendo—, sino por decidir qué haremos frente a eso: qué formas de acción colectiva podremos inventar, qué redes de solidaridad seremos capaces de sostener antes de que sea demasiado tarde.