Seducción de derecha

¿Cómo es que los partidos de derecha, en Argentina y en el mundo, logran construir mayorías electorales en la actualidad?

Una multitud agita banderas violetas frente al Obelisco. Entre los cantos y los fuegos artificiales, un hombre, levanta una motosierra de plástico y grita: “¡Viva la libertad, carajo!”. La escena podría parecer un carnaval si no fuera un acto político. Detrás de esa imagen hay algo que no conviene subestimar: una emoción colectiva.

Donald Trump regresa a la Casa Blanca. Javier Milei gana en Argentina con esa misma motosierra como símbolo. Giorgia Meloni gobierna Italia desde una extrema derecha “domesticada”. Viktor Orbán celebra una década en el poder húngaro. En España, Vox se consolida como tercera fuerza. En Francia, Marine Le Pen estuvo más cerca que nunca de la presidencia. El mapa político global muestra un patrón difícil de ignorar: las derechas, en sus múltiples variantes, están ganando elecciones.

La pregunta que debería desvelar a los sectores populares, progresistas, de centroizquierda —o a quienes aún aspiran a serlo— no es por qué la gente vota “mal” o “contra sus propios intereses”, sino algo más incómodo: ¿qué están ofreciendo las derechas que resuena con las mayorías? ¿Por qué millones de trabajadores, clases medias empobrecidas y jóvenes sin futuro encuentran respuestas en discursos que representan claramente a minorías privilegiadas?

Hay algo brutalmente efectivo en la simplicidad del mensaje. Mientras el progresismo elabora diagnósticos estructurales sobre desigualdad y capitalismo financiero, las derechas ofrecen soluciones inmediatas y comprensibles: más policías en las calles, menos impuestos para los más ricos, más “orden”. La promesa es emocional antes que programática.

La oferta de seguridad y orden funciona porque habla al miedo cotidiano.  Como señaló George Lakoff en No pienses en un elefante, las derechas han logrado instalar un marco mental donde el Estado es un “padre estricto” que impone límites, mientras los progresismos quedan atrapados en el papel de “padres permisivos” que todo comprenden, pero poco resuelven.

La narrativa económica conservadora también tiene una ventaja comunicacional: es intuitiva. “Si vos tenés que ajustarte el cinturón en tu casa, el Estado también debe hacerlo”. La metáfora doméstica es falaz desde la teoría económica, pero irresistible en su lógica cotidiana. Thomas Frank, en ¿Qué pasa con Kansas?, documenta cómo votantes de clase trabajadora en Estados Unidos apoyan políticas fiscales que benefician a los más ricos, porque la retórica de “menos Estado, más libertad individual” conecta con su experiencia de burocracia ineficiente y su aspiración de movilidad social.

A esa ecuación se suma la promesa identitaria: defender la tradición, la familia, los valores. Frente a un mundo que se acelera y diluye certezas, las derechas ofrecen anclas de pertenencia. No es casual que sus eslóganes más exitosos convoquen a la reconquista de algo perdido: “Make America Great Again”, “Argentina de pie”, “Recuperar la soberanía”. Son consignas que no describen, sino que evocan.

La política contemporánea se juega cada vez menos en el terreno de los argumentos racionales y cada vez más en el de las emociones y las identidades. Ernesto Laclau lo explicó con precisión en La razón populista: toda construcción de un “pueblo” requiere un “ellos” que funcione como antagonista y un conjunto de significantes vacíos (la “libertad”, la “nación”, el “cambio”) que permitan reunir demandas dispersas bajo una causa común.

Estos sectores han dominado este arte. Tienen enemigos visibles y concretos: los progresistas (en todas sus acepciones), los inmigrantes que “vienen a sacarnos el trabajo”, el feminismo que “destruye la familia”, los “planeros” que viven del Estado. Poco importa que esos relatos simplifiquen o distorsionen la realidad: lo que cuentan es su eficacia simbólica. Ofrecen una explicación sencilla y emocional del malestar.

Chantal Mouffe sostiene que la política es, ante todo, un campo de confrontación entre visiones del mundo irreconciliables, y no un espacio de consensos racionales. Esa idea dialoga con una advertencia de Antonio Gramsci formulada hace un siglo: la batalla política se libra primero en el terreno cultural, transformando el “sentido común” de la sociedad para construir hegemonía. Las derechas contemporáneas comprendieron esta lección con notable claridad.

Su triunfo comunicacional consiste en presentarse como la voz del sentido común frente a las “locuras” de sus opositores. Cuando el progresismo propone lenguaje inclusivo, responden con “defender el idioma”. Cuando se discuten políticas de género, contestan: “hay dos sexos, eso es biología”. Cuando se plantean regulaciones ambientales, replican: “primero la economía, después el medio ambiente”. En cada caso, logran que su posición suene como la natural, la obvia, la de la “gente normal”.

También entendieron mejor los nuevos ecosistemas mediáticos. Dominan plataformas como X, YouTube, TikTok, o los podcasts, donde el mensaje emocional y breve reemplaza al argumento extenso. Trump ganó en 2016 con tweets incendiarios; Milei construyó su personaje en programas de televisión y lo replicó en redes; Vox creció con videos cortos que se viralizaban por su contundencia.

Byung-Chul Han señala en En el enjambre que la comunicación digital privilegia lo instantáneo, lo emocional y lo polarizante. Las derechas prosperan en ese entorno porque su discurso está hecho de indignación rápida y tribal: frases que se comparten antes de pensarse. En la economía de la atención, la consigna vence al argumento.

Otro componente central es la pose antisistema desde el poder. Trump, multimillonario, se presentaba como rebelde contra las élites. Milei, economista que había trabajado en corporaciones, encarnaba la rabia contra “la casta”. Bolsonaro, militar y político de carrera, se vendía como outsider. Esa paradoja resulta rentable: canalizan el hartazgo contra el sistema mientras forman parte de él, desviando la ira hacia “marxistas culturales”.

Mark Lilla, en El regreso liberal, lanzó una crítica demoledora a los sectores progresistas estadounidenses: se han obsesionado con una política identitaria fragmentada -centrada en los derechos de cada minoría- y perdieron de vista la construcción de mayorías amplias en torno a un proyecto común. Cada grupo defiende legítimamente su propia causa, pero falta un relato unificador capaz de convocar a la clase trabajadora blanca, negra o latina; a jóvenes precarios y adultos mayores; a urbanos y rurales.

Pablo Iglesias reflexionaba, tras el declive de Podemos, sobre la dificultad de la izquierda para pasar de la protesta a la propuesta, de la denuncia al gobierno, de la indignación a la construcción de poder real. Las derechas, en cambio, no tienen esos escrúpulos: prometen, gobiernan, reprimen, se equivocan, endeudan y vuelven a prometer.

Trump logró algo impensable: que exvotantes demócratas del Rust Belt, obreros metalúrgicos y mineros, lo vieran como su defensor. ¿Cómo? Diciéndoles que tenían razón en estar enojados, que la globalización los había empobrecido, que las élites costeras los despreciaban. Mentía en las soluciones, pero acertaba en el diagnóstico emocional. Los demócratas ofrecían programas de reentrenamiento laboral; Trump ofrecía validación de su rabia.

En un país que arrastra desde hace años una batalla interminable contra una inflación que devora los salarios, irrumpió “una figura” que gritaba que había que destruir el Estado “que nos robó todo”. La inviabilidad técnica de sus propuestas resultó irrelevante frente a la potencia emocional de su mensaje. Lo que importaba no era la coherencia, sino la catarsis: la descarga acumulada, la promesa de que alguien, por fin, iba a romperlo todo y empezar de cero. Milei ofrecía el caos no como amenaza, sino como condición para la renovación.

Se puede pensar como una reversión de la consigna “que se vayan todos” de 2001, aunque con una diferencia crucial: aquella rebelión carecía de dirección política y expresaba desconfianza hacia toda la clase dirigente. El fenómeno actual, en cambio, podría leerse como un “que se vayan algunos”. Canaliza el hartazgo hacia un blanco preciso —culpar al peronismo de todos los males del país y de la política— y lo erige como chivo expiatorio histórico.

También es cierto que, mientras al progresismo se le exige una renovación constante —de lenguaje, de liderazgos, de símbolos—, la derecha no necesita reinventarse: su mensaje esencial sigue siendo el mismo, eliminar al adversario, solo que ahora envuelto en una estética comunicacional más eficaz, disruptiva y viral. El enojo social ya no busca vaciar el poder, sino refundarlo bajo premisas no tan nuevas, pero mejor aggiornadas al momento actual.

Según el filosofo Rocco Carbone, en su ensayo “Ultra: Aristocracia tecnofinanciera, capitalismo mafioso y fascismo global (2025)”, cuando los espacios populares —por ejemplo partidos de tradición socialdemócrata o movimientos de justicia social— dejan de producir transformaciones reales o de conectar con las mayorías, estas quedan expuestas a un discurso de derecha que se presenta como innovador, capaz de “modificar la realidad”, y erige al adversario como blanco de su acción.

No es un fenómeno local, claro está. Giorgia Meloni entendió que para gobernar Italia no podía presentarse como una nostálgica del pasado, sino como una conservadora pragmática que defiende “valores tradicionales” sin asustar a las clases medias. Mantuvo sus banderas identitarias —antiinmigración, profamilia tradicional—, pero abandonó el radicalismo económico. Resultado: la extrema derecha en el poder.

Las derechas están ganando porque comprendieron algo fundamental: la política del siglo XXI se juega en la intersección entre la economía futura, la identidad pasada y la emoción presente. Ofrecen respuestas simples a problemas complejos, construyen relatos potentes, señalan enemigos claros y comunican en el lenguaje directo del enojo.

El progresismo enfrenta, en cambio, una encrucijada existencial. Si aspira a gobernar —a transformar y no solo a denunciar—, debe recuperar lo que perdió: la capacidad de llegarle a las mayorías. La respuesta no puede ser “seguir haciendo lo mismo, pero mejor explicado”. Requiere una refundación: construir un relato de pertenencia que no sea excluyente, prometer cambios concretos y cumplirlos.

Tal vez el desafío sea menos doctrinario que lingüístico: volver a traducir la justicia social al idioma de la esperanza y no al de la culpa. Porque si algo demuestran estos años es que no basta con tener razón. En política, como en el amor, no gana quien tiene los mejores argumentos, sino quien logra conectar con lo que se siente, se teme y se desea. Las derechas lo saben. Los progresismos, si quieren volver a ser alternativas de poder, deberán aprenderlo, rápido.