El Beto Corbalán

A El Beto Corbalán lo vieron volver un miércoles, justo después de las once. La hora en que el sol parte la calle y la gente se esconde detrás de las persianas bajas. Nadie espera a nadie a esa hora. Lo vieron venir por la ruta 26, solo, con un bolso gastado y una barba reseca que no le conocíamos. No era rápido ni lento. Caminaba como si supiera el camino de memoria, pero sin apuro. Nadie venía ya por la 26. Eso ya lo hacía diferente. Ni malo, ni bueno.

En Sabsac, cuando uno se va, no se vuelve fácil. Y si vuelve, no se vuelve igual. Por eso lo miraban desde lejos. Desde la vereda de La Josefina, que barriendo con desgano se le torció un poco la escoba cuando lo vio pasar. Desde la puerta de la ferretería de Los Heredia, que dejaron el mate sin cebar. Desde la cancha chica, donde El Rulo López dejó de patear la pelota y se quedó con la mirada clavada como si estuviera contando los pasos.

Se dijo, como siempre se dice:

—No puede ser El Beto.

—O es un hermano… uno que no sabíamos.

—O vino a buscar algo que dejó enterrado.

Pero los gestos no mienten.

Se pasa la mano por la nuca, dijeron.

Se sonríe cuando se le cae algo, dijeron.

Camina con la punta del pie abierta, dijeron.

Es El Beto. Y punto.

El Beto no hablaba mucho antes. Ahora menos. Pero en los pueblos como Sabsac, el silencio no es vacío. Acá el silencio es una forma de conversación. Hay palabras que no se dicen porque el otro ya las sabe. O porque no hace falta traerlas de vuelta. Acá las pausas son largas, y si uno mira bien, en el medio de ese hueco las cosas se dicen igual. Con un gesto, con una mirada, con un “ajá” o con un mate que se pasa sin apuro.

El Beto se movía así. Con ese lenguaje. Y tal vez por eso, cuando volvió, nadie lo apuró. Nadie le preguntó dónde anduvo esos veinte años. No se estila. Porque en el fondo —y esto acá lo sabemos todos— cuando uno se va tanto tiempo es porque hay algo que no se puede contar sin que sea con silencios o con la mirada. Y romper la mirada, en Sabsac, es peor que romper un hueso. Duele. Se castiga.

Cuando El Beto se fue, dejó un juego de sillas a medio hacer. Cuatro sillas desarmadas. La madera cortada, las patas sin ensamblar. La cola seca como piedra. Él nunca dejaba un trabajo por la mitad. Era cosa sabida. Por eso, cuando desapareció, se supo que no se había ido de paseo. Se fue a encontrar con ese silencio que después iba a diseminar veinte años después, pero tenía que lijarlo. Esperar que seque para poder ensamblarlo.

Se dijeron muchas cosas.

Que había matado a un tipo en la feria de Pico y estaba escondido en Chile.

Que anduvo de guardaespaldas de un político en Mendoza.

Que se había metido en un negocio con los Eguía y había salido perdiendo.

La Josefina juraba que lo habían visto en Comodoro, vendiendo cuchillos. No le creímos, porque La Josefina no quiere decir que una noche de invierno se fue con el Beto Corbalán a sacarse las ganas que se tenían desde el colegio secundario. No los vimos, pero se sabe porque se queda callada a los gritos cada vez que alguien silencia las conquistas amorosas del Beto.

El Rulo López jura, aunque cada vez que jura es porque miente, que alguien le dijo que había estado en Paraguay, metido en carreras de galgos.

Nunca se supo. Ni se supo si alguna era cierta.

Cuando volvió, fue derecho a la carpintería.

Levantó la persiana oxidada, abrió las ventanas y barrió despacio. Los que pasaban fingían no mirar, pero todos miraban.

Se puso a terminar las sillas. En silencio. Sin decir nada mientras miraba la textura de la madera.

Cada día lo mismo.

A las ocho en punto, entraba.

Lijaba con la mano firme.

Encajaba las piezas como si supiera el lugar de cada una sin mirarlas.
A la tarde, salía a comprar pan. Saludaba con un gesto seco, un leve movimiento de la cabeza. La sonrisa esa, chiquita, solo aparecía cuando el serrucho se trababa o cuando se le caía un tarugo al piso.

Acá se aprende pronto que el que vuelve sin decir, no quiere que se le pregunte. Y no se le pregunta. O se le pregunta en silencio. O a los gritos.

Hay quienes dicen que no es falta de palabras. Es una forma de protegerse.

Decir poco es cuidar al otro de lo que uno sabe.

Decir poco es dejar que cada uno arme su versión y se quede con la que más le conviene.

Y El Beto lo entendía mejor que nadie.

Él no dijo nada y nadie le dijo nada.

Ese domingo trabajó menos porque el sol se escondió antes. Pegó solo dos sillas. El resto las acomodó, a medio terminar, una junto a la otra, como si esperaran visita. Se lavó las manos en la pileta del patio. Se sentó en el umbral con las piernas estiradas. Miró un rato largo el polvo suspendido en el aire.

Y se murió ahí el día que tenía que hacerlo, pero no el que hubiera querido.

En Sabsac la gente espera al domingo para morirse. No se sabe por qué.

Algunos dicen que es porque ese es el día en que se pasan las recetas por teléfono. Y para entender que murió el Beto Corbalán, antes hay que explicar cómo se condimenta el lechón. Porque si no se entiende eso, no se entiende ni cómo se termina una vida ni cómo se come esa carne como Dios manda.

Algunos dicen que es porque el lunes es un feo día para morirse.

Otros, que es porque los velorios en domingo duran más y hay más gente para despedir. La verdad, nadie sabe. Y si lo saben es solo porque lo callan. Como tampoco dicen, aunque se sepa, qué hizo El Beto Corbalán esos veinte años fuera.

Las sillas quedaron en la carpintería. Cuatro, como siempre se dijo. Dos ensambladas y dos por terminar, pero casi listas. Cada una con su forma, su peso, su madera elegida con pinza. No estaban olvidadas: estaban esperando. Y un día, se notó que no estaban más. Alguien se las llevó. Nadie vio quién. Y nadie preguntó.

Hay cosas que, cuando se terminan, se dejan así. Sin moños, sin avisos, sin firma. Se cierran solas. Y se entiende que no hace falta más. Que preguntar es como romper lo poco que quedó entero. Las sillas no se vendieron. No se regalaron. No aparecieron en ninguna casa. Ni en lo de la Josefina, ni en lo de los Eguía. Se fueron. O las fueron. Y nadie volvió a hablar del tema. Porque hay cosas que, cuando terminan, se dejan así: “A lo Corbalán”.

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