El pasto crecido

En los campos del sur, cuando alguien muere, no se le pone moño. Se le dice: ya está. Se le pone tierra. Se le deja espacio. Y después se sigue. Como si la vida y la muerte fueran dos momentos de una misma caminata.

La noticia de la muerte de Mujica no sorprendió. Tampoco dolió de golpe. Fue más bien una certeza que se había ido volviendo carne. Como el invierno que llega, incluso cuando uno no lo espera.

Había dejado de hablar seguido. Había dejado de mostrarse tanto. El cuerpo —ese cuerpo que resistió celdas minúsculas, torturas blandas y años sin nombre— había empezado a frenar. No con estridencia, sino como frena una liebre cuando el monte se pone denso. Quietud. Observación. Espera.

Vivía en un lugar que no parecía de nadie. Una casa baja, con la pintura vencida y los vidrios cubiertos por telarañas finas. Los perros dormían donde querían. Las gallinas cruzaban sin pedir permiso. Y el pasto, siempre, crecido. Como si supiera que ahí nadie iba a venir a domarlo. Que ese era su lugar también.

No era pobre. Tampoco rico. Era otra cosa. Una palabra más vieja. Sencillo, quizá. Aunque la sencillez, en estos tiempos, es más revolución que costumbre.

Hablaba con voz de hojalata vieja. Con una cadencia que parecía venir de adentro de la tierra. No seducía. No prometía. No exageraba. Tiraba una idea, miraba el suelo y dejaba que uno la pensara solo. A veces parecía que hablaba para el mate. O para nadie.

Cuando fue presidente, no se compró trajes nuevos. No se mudó. No se alejó. Gobernaba desde la chacra, con los pies embarrados y la agenda escrita a mano. Las cámaras lo mostraban como una rareza. Como un objeto de museo vivo. Pero él se movía entre ellas con la calma de quien sabe que no debe nada. Ni disculpas, ni explicaciones.

La cárcel lo partió en dos. Mujica antes. Mujica después. Estuvo preso doce años. Lejos de la luz, de las voces, de sí mismo. Un encierro sin nombre, en pozos que ni la memoria quiere mirar. No hablaba de eso con lágrimas ni con bronca. Lo decía con los ojos: había cosas que no se podían contar sin mancharlas.

Salió. Fundó un movimiento. Amó a una mujer de su misma estirpe: firme, callada, indómita. Lucía. También ella tenía la piel curtida por la historia. Juntos se hicieron casa. Perros. Humo. Gobierno.

Era un líder improbable en un mundo que prefiere el brillo. No tenía redes sociales. No se sacaba selfies. No hablaba inglés. Y, sin embargo, en las cumbres internacionales lo escuchaban como se escucha a los que ya vieron morir la esperanza y siguen creyendo igual.

Dijo frases que se volvieron cartel. Pero no eran eslóganes. Eran verdades pequeñas, de esas que caben en un cuaderno de almacén:

—La libertad es tener tiempo.
—El que no lucha por sus sueños, vive para trabajar.
—La vida no se compra: se gasta.

Y después, silencio.

Porque Mujica también sabía callar. Sabía cuándo. Sabía cómo. En eso se parecía al campo: hablaba solo cuando el viento no alcanzaba.

El día que murió, los medios sacaron fotos viejas. Lo mostraron con la piel arrugada, el mate tibio entre las manos, el ceño cansado. Pero Mujica ya no estaba ahí. Estaba, quizá, al fondo del terreno, acariciando a un perro. O sentado bajo un árbol, escuchando a los grillos. O simplemente ausente en su modo de estar: sin estridencias. Sin anuncios.

Quedan sus palabras. Pero, sobre todo, queda el vacío raro que dejan los que no buscaron ocupar espacio. El eco leve de una vida vivida sin protocolo. Un rumor de campo, de olor a leña, de tiempo propio.

El pasto sigue creciendo.

Y nadie lo corta todavía.