En Washington, seguidores de Donald Trump trepan los muros del Capitolio como si fuese la escena de una película de guerra. En Budapest, Viktor Orbán decreta la muerte de la democracia liberal y recibe como respuesta un silencio cómplice de sus socios europeos. En Buenos Aires, Javier Milei convierte una motosierra en fetiche político y la transforma en promesa de redención. En París, Marine Le Pen avanza sobre un electorado fatigado de tecnocracias. Escenas dispersas, pero unidas por un mismo aire: la consolidación de una derecha que ha abandonado la sobriedad conservadora y exhibe sin pudor su costado más brutal.
La vieja derecha nunca fue inocua. Su apego a las instituciones fue siempre la fachada de un orden diseñado para sostener privilegios. La novedad de la actualidad es que esta derecha ha renunciado incluso a esa liturgia. En lugar de custodiar, promete dinamitar; en lugar de moderarse, se deleita en la provocación. Lo que aparenta ser rebeldía es, en realidad, una restauración de jerarquías tradicionales vestida con el lenguaje de la ruptura. Funciona porque, en un mundo desbordado por la incertidumbre, la crueldad se percibe como autenticidad y la violencia como sinceridad.
Las causas de esta transformación son conocidas. La globalización neoliberal dejó tras de sí un paisaje de desigualdades estructurales y precarización crónica. Lo que se había presentado como modernización compartida terminó siendo vivido como despojo. En ese terreno fértil, la derecha reaccionaria ofrece explicaciones simples para dolores complejos: migrantes, feminismo, diversidad sexual, ambientalismo. Son enemigos claros que facilitan un relato de culpabilidad inmediata, mientras un progresismo atrapado en la gestión y la tibieza pierde la capacidad de disputar pasiones y símbolos.
Resulta llamativo que la derecha reaccionaria prometa restaurar el orden mientras convierte en caos la vida cotidiana de la población. Reduce los salarios, encarece los alimentos y eleva los costos de servicios esenciales y transporte por encima de los ingresos, generando un desajuste que golpea la subsistencia. Pero las consecuencias no se limitan a lo económico: esta política de desprotección transforma las relaciones sociales, profundiza la incertidumbre, erosiona la capacidad de proyectar el futuro y normaliza la precariedad como condición inevitable. Así, mientras proclama estabilidad, termina imponiendo inseguridad y frustración, degradando la existencia diaria a un terreno donde la prioridad se reduce a sobrevivir. Y esa vida limitada a la mera subsistencia no solo genera resignación: también cultiva resentimiento y odio, emociones que la propia estrategia política utiliza como combustible para consolidar poder y perpetuar el caos.
El dispositivo digital completó la escena. No por conspiración, sino por diseño: las plataformas premian lo escandaloso, lo extremo, lo que divide. Lo que antes se murmuraba en voz baja hoy circula como espectáculo de masas. El algoritmo se volvió juez invisible de lo público, transformando indignación y miedo en recursos políticos más eficaces que la razón. La esfera pública se intoxica, y con ella, la percepción de lo que es posible o legítimo.
Los blancos de esta ofensiva no son casuales. Feminismo, diversidad sexual, luchas ambientales: movimientos que cuestionaron jerarquías históricas y pusieron en tensión los privilegios. Judith Butler mostró que la política de la performatividad alteró las coordenadas de lo común; la respuesta fue inmediata y feroz. Contra el lenguaje inclusivo, contra la protesta climática, contra la diferencia cultural, contra todo lo que amenaza “el orden”. No se trata de debates superficiales: allí se definen los límites de la comunidad y de la dignidad compartida.
En este contexto surge la lógica necropolítica, tal como la conceptualiza Achille Mbembe: el poder no solo regula la vida, sino que decide sobre la muerte. Gobernar ya no consiste en garantizar derechos, sino en administrar vidas prescindibles. Migrantes ahogados en el Mediterráneo, pobres abandonados a la intemperie de políticas de ajuste, disidencias sexuales convertidas en blancos de odio sistemático. La necropolítica no se limita a la violencia física; también reside en el vaciamiento de los lazos sociales, en la producción de vidas descartables, en la naturalización de la crueldad como lenguaje cotidiano. Es un gobierno del miedo y de la exclusión que perfora la convivencia democrática y redefine lo que se considera digno de futuro.
El mayor riesgo de esta marea reaccionaria no reside solo en ocupar gobiernos, sino en colonizar la imaginación colectiva. La derecha logra sedimentar, en el terreno movedizo de la vida cotidiana, que la desigualdad no solo es inevitable, sino funcional; que la violencia no es un desvío, sino un instrumento legítimo de orden; que la crueldad puede convertirse en virtud cívica. Su triunfo más peligroso consiste en transformar la ideología en naturaleza, los dispositivos de exclusión en sentido común, la violencia simbólica en rutina social.
Hoy, lo verdaderamente radical no consiste en prometer rupturas espectaculares ni en ocupar cargos; consiste en recuperar la disputa sobre lo que se da por evidente, en desafiar certezas que se presentan como naturales, en reinstalar la convicción de que la desigualdad, la exclusión y la violencia no son destinos inevitables. Ejercer la democracia de manera plena requiere intervenir en la cotidianeidad, transformar los relatos que circulan, reinterpretar los símbolos que organizan afectos y miedos, y abrir espacios para nuevas formas de convivencia. Implica demostrar que la política puede ser otra práctica: colectiva, imaginativa, justa y atenta al cuidado compartido, donde ninguna vida se considere prescindible y la dignidad de todxs sea nuevamente el principio rector.
Si esta disputa se abandona, la política corre el riesgo de transformarse en un aparato de necropolítica: un mecanismo sistemático que decide qué vidas merecen reconocimiento y cuáles pueden ser sacrificadas. La cuestión adquiere entonces una dimensión filosófica y ética: ¿hacia dónde se dirige una sociedad cuando organizar lo común deja de ser un proyecto colectivo y se convierte en la gestión calculada de la exclusión? ¿Qué resta de la democracia cuando aceptar la desaparición del otro se normaliza como condición cotidiana de nuestra propia supervivencia?