Días antes del triple crimen, circularon en redes dos publicidades: una en Entre Ríos y otra en Córdoba, que simulaban secuestros de mujeres envueltas en bolsas de consorcio.
Una puesta en escena que convertía en broma publicitaria lo que para miles de familias es una herida irreparable. Las imágenes se viralizaron con la lógica de siempre: lo impactante primero, la indignación después, el olvido enseguida. Pero lo que parecían solo dos piezas mal pensadas revelaba algo más profundo: el modo en que la violencia se naturaliza hasta volverse espectáculo.
Rita Segato llama a eso pedagogía de la crueldad: la repetición de gestos, imágenes y palabras que entrenan a la sociedad para aceptar la violencia como parte del paisaje. Sandra Chaher, periodista, lo explica, en otros términos: la publicidad y los medios no solo reproducen estereotipos, también pueden ser agentes activos de violencia simbólica. Lo cierto es que esas publicidades no fueron un error inocente: son parte de una trama cultural que convierte la violencia en chiste y la cosificación en recurso creativo.
Las organizaciones feministas denunciaron las publicidades con palabras precisas: “apología de un delito”, “violencia mediática y simbólica de género”. Porque en Argentina se comete un femicidio cada 27 horas y el lenguaje importa: lo que se dice o se calla, lo que se muestra o se esconde, define qué vidas merecen cuidado y cuáles son descartables. Judith Butler lo explicó hace años: no todas las muertes conmueven por igual; hay vidas que no cuentan, que no generan duelo. Esa jerarquía de la precariedad explica por qué la violencia contra las mujeres puede volverse materia de consumo en un entramado discursivo que lo fomenta.
La investigadora Susana Checa advierte que los medios no solo reflejan prejuicios: los legitiman, los amplifican, los devuelven a la sociedad como si fueran verdad. La estadística de un femicidio cada 27 horas deja de ser número cuando se pronuncian los nombres:
—Brenda del Castillo, 20 años, madre de un bebé de un año.
—Morena Verdi, 20 años, prima de Brenda.
—Lara Gutiérrez, 15 años, amiga de ambas.
Desaparecieron en La Matanza, al oeste del Gran Buenos Aires. Días después fueron halladas torturadas y asesinadas en Florencio Varela, a veinte kilómetros de la capital. La escena era brutal: una casa, cuerpos convertidos en mensaje, la violencia patriarcal y la violencia narco entrelazadas. Pero hubo un detalle que hizo aún más insoportable la tragedia: el hecho fue transmitido en vivo para un grupo de 45 personas. La muerte como espectáculo privado, el horror convertido en contenido.
En esa escena macabra se confirma lo que Butler advertía: algunas muertes no cuentan, no generan conmoción, salvo cuando la crueldad excede todo límite y estalla en las pantallas. La pedagogía de la crueldad se vuelve aquí literal: la tortura como mensaje, el cuerpo de las mujeres como campo de disciplinamiento.
Los números son fríos, pero no por eso menos reveladores. En 2024, los registros oficiales contabilizaron entre 247 y 283 mujeres asesinadas por razones de género, según el organismo que se consulte. En lo que va de 2025, ya son al menos 180. La mayoría de los crímenes ocurre en el ámbito privado —hogares, habitaciones, patios compartidos— y en ocho de cada diez casos el agresor es alguien cercano: pareja, expareja, familiar. El lugar que debería ser refugio se convierte en trampa mortal.
En América Latina, la diferencia entre femicidio y feminicidio resulta clave. El primero nombra el crimen en sí: el asesinato de una mujer por el hecho de ser mujer. El segundo, popularizado por Marcela Lagarde en México, señala también al Estado: la omisión, la negligencia y la complicidad institucional que permiten que los crímenes se repitan. Nombrar feminicidio es nombrar la impunidad.
Pero la violencia no empieza en el femicidio sino en las condiciones que lo hacen posible. Empieza en los discursos que se cuelan en la vida cotidiana:
—En las instituciones que desoyen un pedido de auxilio.
—En los que dicen “que ropa llevaba puesta la víctima”.
—En la publicidad que convierte el secuestro en chiste.
Son capas de un mismo entramado. Y reconocerlo implica entender que la violencia contra las mujeres no es un accidente ni un exceso individual, sino un fenómeno estructural: una red de prácticas, silencios y omisiones que atraviesa la política, la justicia, los medios, las redes sociales y la vida cotidiana.
Nombrar feminicidio es, entonces, mucho más que un acto semántico. Es un acto político: señalar al agresor y también a las instituciones, a los discursos y a las imágenes que preparan el terreno. Porque el crimen comienza mucho antes: en la palabra que degrada, en la broma que humilla, en el silencio que aprueba.
Si aceptamos que la violencia se aprende, también debemos admitir que puede desaprenderse. Ese gesto —político, cultural, cotidiano— es quizá la primera forma de justicia posible. Como recuerda Michel Foucault, el discurso no es un mero reflejo de la realidad, sino un dispositivo de poder: en él se decide qué puede decirse y qué debe callarse. Pierre Bourdieu advertía, en ese mismo sentido, que el lenguaje es también un campo de lucha simbólica, donde se legitiman jerarquías y se naturalizan desigualdades. Y Teun van Dijk mostró cómo los medios, y también las redes sociales, reproducen esas ideologías en sus narrativas cotidianas.
Si se mantiene el lenguaje que legitima la violencia como punto de partida, se acepta la maquinaria; desarmarlo, en cambio, convierte la palabra en un espacio de resistencia. El crimen empieza en el discurso. También la posibilidad de detenerlo.