No se condena un acto específico: se disciplina una intención. No se debate una idea aislada: se castiga una subjetividad. Así, más allá de lo dicho o pensado, se sanciona a quien se atreve a existir y expresarse fuera de los límites impuestos por el sistema de poder vigente.
Esta semana, Julia Mengolini fue víctima de una brutal campaña de difamación en redes sociales. Cuentas afines al oficialismo lanzaron acusaciones falsas sobre una supuesta relación incestuosa con su hermano. Publicaron videos manipulados con inteligencia artificial y hasta supuestas “cartas documento” apócrifas que la involucraban en un incierto escándalo sexual. Lo que siguió fue un linchamiento, un castigo, una pedagogía de la crueldad. La maquinaria se activó: titulares, recortes descontextualizados, memes, insultos, trolls, editorialistas indignados. El algoritmo no distingue verdad de deformación; solo mide volumen y premia el escándalo.
Lo que está en juego no es la corrección de una declaración: es el disciplinamiento de un tono, una forma, una presencia. El castigo no es por lo dicho, sino por atreverse a decirlo sin pedir permiso.
El odio no es un desborde: es sistema. Las redes no son plazas digitales, sino dispositivos de control afectivo. La lógica ya no es la deliberación, sino la excitación. La atención es el bien escaso y el odio, su moneda más rentable. Lo que falta no es la crítica, sino la dialéctica; lo que sobra, ruido, ira sin escucha y opinión sin cuerpo. La indignación vende y la polarización fideliza.
La política ya no articula proyectos colectivos: administra adicciones emocionales. Las redes no conectan, segmentan. No construyen públicos, fabrican enemigos. Cada like, cada retweet, cada reply furioso alimenta la economía de la vigilancia emocional. El algoritmo, ese panóptico invertido, no castiga: recompensa. Y premia el exceso, no el argumento.
Mengolini no es solo una periodista: es un significante incómodo. Mujer, irreverente, peronista kirchnerista, feminista, con capital simbólico acumulado por fuera de los canales tradicionales del poder. Lo que se castiga en ella —como antes en Ofelia Fernández, en Cristina Fernández de Kirchner, en cualquier figura (mujer, sobre todo) que desborde los márgenes de lo decible— es la combinación peligrosa entre visibilidad y desobediencia.
Rossana Reguillo lo llama cartografía del miedo: trazar los contornos de lo que puede decirse, hacerse, imaginarse. Pero toda cartografía necesita márgenes, y en ellos se decide quién será el monstruo. Se condena el exceso de voz, la arrogancia de tener opinión propia.
El algoritmo no odia: ordena el odio. Lo organiza, lo estetiza, lo convierte en espectáculo, y en eso también es funcional al orden.
Hoy, el castigo también lo ejecuta “la audiencia”. Ya no basta encarcelar a la disidencia. Hace falta también volverla objeto de burla, convertirla en meme. Y ahí está otra vez Mengolini: sacada de contexto, ofrecida como trofeo al altar del escarnio público digital. La justicia no importa. Lo importante es la señal: no lo digas, no lo intentes, no lo repitas.
Chantal Mouffe advirtió que sin conflicto no hay democracia. Pero el conflicto del que hablaba no es odio visceral, sino disputa entre proyectos. Lo que ofrecen las redes no es agonismo, sino guerra civil simbólica. Y como en toda guerra, se imponen las reglas del miedo.
El resultado es una esfera pública hipervigilada por el mercado y saturada de afectos despolitizados. No hay pensamiento, hay tendencia; no hay argumento, hay réplica viral.
No es un caso aislado. Es un síntoma. Lo que le sucede a Mengolini sucede cada semana, con otro nombre, otra cara, otra etiqueta. Porque hoy el odio no es un error moral: es una política afectiva. Una tecnología de control. Una forma de gobierno emocional que no solo se impone desde arriba, sino que se reproduce también desde abajo.
También hay un componente muy fuerte de género en esta maquinaria de disciplinamiento. Cuando la figura en cuestión es una mujer, la crítica no se limita a sus ideas: se activa un repertorio adicional de agresiones que apuntan a su cuerpo, su voz, su edad, su vida privada. En el caso de Cristina Fernández de Kirchner —como antes con Dilma Rousseff o con otras figuras— el discurso de odio incorpora con naturalidad comentarios sexistas, insinuaciones sobre su sexualidad, burlas sobre su apariencia o su supuesta emocionalidad excesiva. No se juzga solo a la política, se castiga a la mujer que se atrevió a ocupar un espacio históricamente reservado a varones. El machismo opera como vehículo de ese odio, articulando frustraciones sociales con estereotipos misóginos que encuentran en las redes sociales un espacio privilegiado de circulación.
Y si no lo nombramos con precisión, seguiremos llamando “debate” a lo que en realidad es castigo. Seguiremos naturalizando la violencia bajo la máscara de la “opinión”, aceptando como legítimo un espacio público que funciona más como tribunal de escarnio que como lugar de diálogo.
Esta confusión no es inocente: invisibiliza la gravedad de la exclusión y la humillación sistemáticas, y perpetúa un círculo en el que la agresión se normaliza y la diversidad de voces se reduce a silencios impuestos. Nombrar el fenómeno tal vez sea apenas un granito de arena, pero es un paso necesario para intentar desarmar esta maquinaria de odio y abrir camino a una convivencia democrática que reconozca y respete la pluralidad, sin disfrazarla de conflicto legítimo. Solo así podremos recuperar la política como un espacio de confrontación de ideas, y no como un escenario de castigo emocional y disciplinamiento social.