Negar el tsunami

La Palma arranca como lo hacen muchas tragedias: con un silencio. Un viaje en familia es el inicio.

Hay sol, hay mar, hay postales felices. Pero algo tiembla. Aún no se ve. Se insinúa. Se filtra entre gestos y rutinas. Lo inquietante no es el desastre, sino lo que se hace —o no se hace— con él.

Una investigadora geóloga —la única que parece escuchar el suelo— advierte un patrón en los movimientos sísmicos. Cumbre Vieja, el volcán que duerme bajo la tierra, empieza a despertar. Y con él, la posibilidad de una catástrofe que nadie quiere nombrar: una erupción, un colapso, un tsunami.

Lo interesante es que la amenaza no es lo más dramático. Lo verdaderamente inquietante es lo que se hace con ella. O, mejor dicho, lo que no se hace. A lo largo de la serie, lo que se despliega no es tanto una secuencia de explosiones y efectos especiales —aunque los hay—, sino una coreografía de negaciones. Los turistas siguen con sus rutinas. Los funcionarios minimizan. La prensa calla. La geóloga insiste, pero su voz suena incómoda, casi antipática. En un mundo donde todo está diseñado para el descanso, advertir es una forma de arruinar la fiesta.

Con solo cuatro capítulos, La Palma alcanza algo que no siempre logran las grandes superproducciones: condensar en pocas escenas una estructura completa del colapso. No se trata solo de la falla geológica, sino de una falla cultural, emocional y política. Hay quienes no pueden ver lo que sucede; hay quienes no quieren; y hay quienes, viéndolo, deciden no decir nada. Porque si la ola no se nombra, quizás no llegue. Porque si el miedo se gestiona bien, aún se puede cobrar una noche más de hotel.

Es ahí donde la serie adquiere un espesor más allá del género del desastre. No estamos ante una amenaza externa que irrumpe: estamos ante una amenaza interna que se niega. Y esa negación no es casual. Es funcional. Sostiene negocios, preserva rutinas, mantiene intactas las posiciones de quienes administran la normalidad como si fuera un bien escaso.

Cada personaje en La Palma enfrenta, a su manera, la pregunta fundamental: ¿cuándo actuar? ¿Cuándo aceptar que lo que se viene no se puede controlar? La geóloga lo sabe desde el primer momento, pero sus advertencias son vistas como exageraciones. La familia protagonista oscila entre la incredulidad, la duda y la culpa. Los habitantes locales, invisibilizados en la trama como paisaje humano, son los que menos información tienen, los últimos en enterarse y los primeros en quedar atrapados. Como sucede también en la realidad: los que menos pueden escapar son los más expuestos al desastre.

La serie fue escrita antes de la erupción real de La Palma en 2021, pero la coincidencia no es solo cronológica. Lo que revela es una lógica más amplia: en tiempos de colapsos anunciados —climáticos, sociales, económicos—, lo más difícil no es prevenir el desastre. Es lograr que alguien lo escuche.

Toda la tensión de La Palma se sostiene en un reloj que no se ve pero que marca cada decisión. La pregunta no es solo si la erupción sucederá, sino cuándo. Y esa ambigüedad es aprovechada. Se gana tiempo. Se posterga la alarma. Se apuesta a que no sea tan grave. Cada minuto que pasa sin evacuar es un minuto más de normalidad vendida. Pero también, un minuto más de daño acumulado.

El verdadero corazón de la serie no es el volcán: es la negación organizada. Porque cuando el poder no puede evitar la catástrofe, intenta al menos posponerla. Y en esa dilación se juega todo: quién se salva, quién se hunde, quién tiene tiempo para armar una valija y quién ni siquiera sabe que hay que correr.

La Palma no es una serie sobre volcanes. Es una serie sobre cómo las sociedades enfrentan —o evitan enfrentar— lo inevitable. Sobre qué vidas valen una evacuación. Sobre qué intereses se priorizan cuando se avecina el colapso. Y, sobre todo, sobre cómo el silencio puede ser más peligroso que el fuego.

En una época donde las crisis ya no son la excepción sino la norma, la negación se vuelve una política. Mientras algunos se aferran al decorado de la estabilidad, otros intentan leer los signos antes de que sea tarde. Y en esa diferencia se juegan no solo los destinos individuales, sino las posibilidades colectivas.

El volcán no espera a que estemos listos. La ola no pregunta si creemos en ella. La única certeza es que negar no detiene nada. Solo nos deja más solos cuando el agua llega.