En el borde de una cama

Hay espacios que no olvidan. Lugares que parecen solo un descanso en la ruta, pero guardan el calor de una época, el eco de un territorio roto. En cada lugar del mundo, en este instante, sucede ahí: en el borde de una cama donde todo parece detenerse, pero en verdad todo empieza a caer.

Es diciembre de 2001. Afuera, las calles arden y el país se deshace entre gritos. Adentro, en un cuarto alquilado al borde de una ruta cualquiera, hay un matrimonio, un accidente y un tercero —Nelson— que parece testigo, aunque tal vez no lo sea. Y una cama: trinchera, frontera y memoria del cuerpo.

Marcia y Marcos no son solo nombres. Son un destello apagado y un ruido que se repite. Ella fue actriz de televisión, luminosa y fugaz, hasta que la farándula la consumió y la dejó a la intemperie. Él, empresario de trajes caros que ya no le cierran. Ahora están ahí, sin público ni mercado, sin escenario ni promesa. Ella brilla con la luz intermitente de una lámpara vieja; él se despoja de su vestimenta, como si cada prenda le pesara una tonelada. Y entre los dos, Nelson: una presencia inquietante, ambigua, con la serenidad de quien ya vio el desastre y decidió no intervenir.

El texto de Mir es preciso sin perder temperatura. Deja que las fisuras se vean solas, sin subrayar nada. La obra avanza como una olla tapada: hierve sin aviso, burbujea en los márgenes, nunca se apaga. Hay momentos de humor —negro, incómodo, necesario— y otros donde la violencia contenida se cuela por las paredes, como el calor espeso del verano porteño. No hay golpes bajos. Hay frases lanzadas con tono neutro que caen como cuchillos. Hay gestos torcidos, accidentes pequeños que duelen más que cualquier estruendo.

La puesta es austera, sí, pero por decisión estética, no por falta. Una cama, unas paredes, una luz que a veces ilumina y a veces expone. El accidente no se muestra, se reconstruye en el silencio que sigue. La dirección de Mir trabaja en la economía precisa del detalle: cada movimiento tiene peso, cada pausa respira. Como en una coreografía invisible que va desenredando la historia sin apuro, pero sin tregua. En palabras del autor, la obra adopta en ciertos tramos una estética visual que evoca el plano secuencia cinematográfico: continuidad sin corte, tensión sin escape.

El sonido en la puesta, discreto pero esencial, está cuidadosamente elegido para revelar lo que los personajes callan: desde el chirrido de una puerta al cerrarse, el crujido del colchón, hasta el choque sutil de un vaso. Además, el fuera de cuadro se amplía sonoramente; lo que no se ve se escucha, expandiendo el espacio escénico más allá de sus límites físicos. Las noticias fragmentadas y persistentes que brotan del televisor actúan como una cápsula de época, recordando el país al borde del colapso, mientras la banda sonora funciona como una segunda dramaturgia invisible pero fundamental.

La actuación de Manuela Fernández Vivian es de una fragilidad contenida. No se quiebra, pero tiembla. Habita el absurdo con un realismo feroz. Lucas Delgado, como Marcos, construye un hombre que se sostiene por pura inercia, con un cinismo agujereado por la tristeza. Damián Smajo no perfila a Nelson: lo mantiene suspendido, como un enigma abierto. Su sola presencia inquieta, porque parece señalar lo que nadie se anima a nombrar.

Hay algo de Kuitca en esa cama que parece mapa, territorio, memoria. Como en sus pinturas —donde planos de ciudades, teatros y camas solitarias cargan con la historia y el desplazamiento— también aquí el mobiliario se vuelve símbolo. La cama ya no es un objeto: es cartografía emocional, escenario del derrumbe. El teatro íntimo se vuelve coral. Porque lo que ocurre en ese cuarto fuera del tiempo también les pasó a muchos. Porque esa noche interminable de 2001 sigue viva en alguna parte, aunque el calendario se obstine en avanzar (y en ocasiones juegue a repetirse). Como si la memoria, como en Kuitca, siguiera respirando bajo los pliegues de una sábana.

Y cuando la obra termina, lo que queda no es una historia cerrada. Es una atmósfera. Una temperatura. Una sensación que persiste, como cuando se apaga la luz y los ojos siguen viendo. Como si el teatro, por un rato, hubiera sido habitación prestada, espejo empañado, herida compartida. Como si ese cuarto nos hubiera alojado también a nosotros. Como si, en medio de todo el ruido, alguien nos recordara que a veces la historia entera cabe en una cama. Y que esa cama, todavía, no deja de arder. Porque hay noches que, por más que pase el tiempo, no terminan nunca.

En cada lugar del mundo, en este instante

Funciones: Viernes 20 hs. Teatro Vera Vera – Vera 108

Compra online: www.alternativateatral.com

Duración del espectáculo: 65 minutos

Texto y Dirección: Martín Mir

Actúan: Lucas Delgado, Manuela Fernández Vivian, Damián Smajo

Vestuario: Sabrina Jacobi

Luces: Claudio Del Bianco

Redes Sociales: Sofía Chingolani, Camila Rosso

Sonido: Pedro León Alonso

Fotografía: Mariano Martínez

Diseño gráfico: Sergio Calvo

Asistencia de dirección: Luciana Serio

Prensa: Valeria Franchi

Web: @encadalugardelmundo

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