Por Diego Mandelman
La escena es mínima, pero lejos está de ser vacía: hay saturación pulsional. No hay actuación. Hay una onda representación de los personajes como residuos psíquicos de una civilización.
Pompeyo Audivert es Macbeth, Lady Macbeth, las brujas y el rey. Todos emergen del mismo cuerpo. Son fragmentos de un sujeto escindido, atrapado en una repetición sintomática. Es la puesta en escena de una estructura que no se piensa, que solo desea ocupar el trono como quien ansía una imagen inalcanzable.
La obra enfrenta una máquina monárquica del deseo que se sostiene gracias a la obediencia y al terror. El texto shakesperiano revela no solo la tragedia individual de un sujeto que ansía el reinado, sino, fundamentalmente, la trama colectiva que lo habilita: ¿qué tipo de sociedad (re)produce a estos sujetos? ¿Qué vínculos sostienen esta lógica sacrificial donde el deseo deviene imposición, la ambición se transforma en destino y la voluntad individual se confunde con un designio divino?
Lo que presenciamos no es un drama, sino la escenificación del goce: ese exceso que no busca satisfacción sino su propio agotamiento. Audivert habita el escenario como si residiera en el inconsciente de Occidente: pleno de sangre, espectros, voces, profecías delirantes y repeticiones sintomáticas.
Pero Habitación Macbeth también es un laboratorio de formas: en ese cuerpo múltiple, que cambia de registro con cada gesto, se manifiesta algo que Foucault leería como el cuerpo devenido archivo de poder. Audivert no actúa, soporta. Soporta la herencia, el mandato, la violencia de siglos, la palabra del Otro que se impone. Una superficie saturada de tensiones simbólicas donde lo instituido se vuelve materia viva.
Lo político de esta obra no radica en que hable de reyes y asesinatos, sino en que encarna la lógica paranoide del poder. Deja al descubierto la fragilidad de los vínculos sociales y dramatiza la tragedia de un sujeto moderno que intenta habitar un lugar simbólico imposible. Lo hace sin moraleja, sin pedagogía, sin salvación.
Las grandes preguntas —el deseo, la ambición, la violencia, la traición— no aparecen como ideas, sino como sensaciones físicas: una opresión en el pecho, un frío en la nuca, una tensión que desciende por la espalda. Shakespeare lo escribió con tinta; Audivert lo transcribe con espasmos, temblores y respiración. En vez de conceptos, sensaciones.
La máquina de mando
El poder no es solo una estructura: es una forma de actuación, una manera de estar en el mundo. Porque, ¿qué es Macbeth sino el drama eterno del dirigente que, ungido por la profecía —llámese encuestas, gurúes o clamor popular—, cree que le corresponde el poder por destino? ¿Qué es Lady Macbeth, sino la maquinaria simbólica —partidaria, mediática, familiar— que le susurra al oído que ya es hora de “matar al rey”? ¿Qué son las brujas, sino esos oráculos mediáticos, operadores, focus groups y consultoras que generan realidades a fuerza de repetirlas?
Audivert no necesita nombrar a nadie, pero pareciera señalar a muchos. Cada temblor, cada giro, cada grito contiene décadas de historia (¿nacional?): desde unitarios y federales hasta señores feudales, la patria financiera o la política influencer del siglo XXI. En ese cuerpo que se descompone extraordinariamente en escena están los golpes, los pactos, los traidores reciclados, los liderazgos mesiánicos y las repeticiones circulares del derrumbe.
Macbeth deja de ser un individuo para convertirse en figura coral: habla por todos los que se creyeron indispensables, por quienes legitimaron su poder como mandato divino. Por todos los que pactaron con espectros, silenciaron conciencias y se encerraron en su propia habitación paranoica.
Este dispositivo no ilustra una política; la interroga como tragedia repetida. No denuncia gobiernos; los exhibe como síntomas de una estructura que se reproduce. También evidencia un modo de vincularnos con la autoridad, con el deseo de ser mandados y con la violencia de quien quiere mandar. El teatro se convierte en caja negra: allí estallan las tensiones irresueltas de un territorio —o de un país— que no termina de romper con su pasado ni de inventar un futuro. En ese sentido, la obra no piensa el poder como un problema ético, sino como una estructura libidinal: se lo teme, se lo necesita, se lo dramatiza como espectáculo inagotable.
Pensemos a Macbeth en el diván
Imaginemos, por un instante, a Macbeth recostado en un diván. ¿Qué escucharía su analista? No una confesión ni un arrepentimiento, sino el eco de voces ajenas: profecías, frases de su esposa, imágenes que vuelven sin cesar. No es un héroe trágico, sino un sujeto escindido, dominado por fuerzas que no puede asumir. En Habitación Macbeth, Pompeyo Audivert lo convierte en el expediente clínico de un hombre capturado por el goce y por el mandato de un Otro imposible. El crimen no es argumento, es síntoma.
Macbeth actúa no por deseo, sino por mandato: de las brujas, de su esposa, del destino. No elige; repite compulsivamente. El trono no representa poder, sino una completud que se revela imposible y vacía. Lady Macbeth incita al acto, pero luego se retira, dejándolo frente al abismo. La alucinación de la daga resume este dilema: el deseo flota, seduce, pero no puede tocarse sin consecuencias.
La sangre que no se borra es la huella del goce. No hay culpa articulada, solo una insistencia corporal. Macbeth ya no sueña: es soñado por su crimen. Su cuerpo se vuelve superficie de un deseo que no es suyo.
Así, la tragedia no narra una historia, sino un sujeto devorado por un significante —“el rey”— que no puede habitar sin disolverse. Quedan imágenes traumáticas: la daga, la sangre, la voz. Donde debería haber deseo, hay síntoma.
El piedrazo en el espejo
Pero hay algo más. Hay una imagen que resume la potencia brutal de Habitación Macbeth: un piedrazo que estalla el espejo mismo —como indica el título del libro que escribió Audivert—. El teatro —ese espejo que solemos usar para vernos en una versión estética, segura, protegida por el marco de la ficción— aquí se quiebra. Lo que el autor lanza no es una obra: es una piedra simbólica que rompe la superficie del reflejo y nos obliga a mirar más allá. Lo que vemos entonces no es una historia ajena, ni un clásico revisitado: es el rostro distorsionado del poder en nosotros.
Ese espejo estallado revela lo que la superficie niega: que el deseo de poder no es racional, ni moral, ni político siquiera. Es pulsional. Es anterior al pensamiento, anterior al sistema. Es el motor oscuro que empuja la historia humana y la historia argentina. Y cuando ese deseo se desborda —como le ocurre a Macbeth, como les ocurre a tantos—, el crimen no es un accidente: es una consecuencia lógica. No es un desvío, es el núcleo oculto del poder.
Habitación Macbeth nos dice, sin subrayarlo, que no hay acceso al poder sin violencia simbólica o real. Todo orden se funda, en algún punto, en un acto que rompe el equilibrio previo. Como advirtió Walter Benjamin, ‘todo documento de cultura es también un documento de barbarie’. Esta obra habita esa síntesis sin necesidad de enunciarla. Lo recuerda Audivert en cada giro, en cada espasmo, en cada fragmento de su voz multiplicada.
Lo que esta obra propone no es una denuncia, ni una catarsis, ni una lección. Es un acto que pone en escena el crimen original de toda estructura de poder: el momento en que alguien se mira al espejo, se ve con la corona… y decide romperlo para que nadie más ocupe ese lugar. Porque tal vez el deseo de gobernar, en el fondo, no sea más que el intento desesperado de sostener una imagen rota de uno mismo, con el mundo entero como rehén. Y acaso eso que llamamos poder sea, simplemente, eso: la forma más sofisticada de no mirarse.
Teatro Metropolitan Sura. Av. Corrientes 1343.
Capital Federal – Buenos Aires – Argentina
Teléfonos: 52363000
Web: http://www.teatrometropolitan.ar/
Sábado – 21:30 hs – Del 28/06/2025 al 30/08/2025
Domingo – 21:15 hs – Del 29/06/2025 al 31/08/2025
Ficha técnico artística
Actúan: Pompeyo Audivert
Músicos: Claudio Peña
Vestuario: Luciana Gutman
Escenografía: Lucia Rabey
Diseño de luces: Horacio Novelle
Redes Sociales: Verónica Costa
Música original: Claudio Peña
Fotografía: Santiago Martinelli Massa, Bernabé Rivarola.
Diseño web: Verónica Costa.
Diseño gráfico: Micaela Borlasca, Verónica Costa
Asistencia: Iván Altschuler, Verónica Costa, Marta Davico, Mónica Goizueta
Producción ejecutiva: Verónica Costa, Marta Davico, Mónica Goizueta
Dirección: Pompeyo Audivert