Hundirse

A 2.500 metros de profundidad, donde la luz no llega y la presión podría aplastar un submarino mal diseñado, un equipo de científicos del Conicet —ese organismo público que sobrevive entre la desidia y la excelencia— descubrió una estrella de mar robusta y color naranja que alguien apodó, con humor argentino, “la estrella culona”. A su lado, un pepino de mar de tono violeta, viscoso y ovalado, fue bautizado “Batatita”.

También apareció un calamar con jopo, un cangrejo rojo, una centolla ornamentada y un camarón adosado a un coral de aguas frías. Pero más allá del catálogo de rarezas biológicas —que bien podrían poblar una nueva temporada de Bob Esponja para adultos con conciencia ecológica— lo que se hunde en esta historia es otra cosa: la ciencia misma, la pregunta sobre cómo y para qué mirar el fondo.

En una época en la que los algoritmos generan imágenes más rápido que los telescopios y se invierten fortunas en simulaciones artificiales mientras se recortan presupuestos reales, el hallazgo de vida en el abismo no es solamente un dato zoológico: es una toma de posición epistemológica. Una declaración política. Una forma de decir que el conocimiento sigue siendo un acto de inmersión, no de generación automática. Que hay que mojarse para ver.

¿Fondo del mar o fondo monetario?

En estos días, el concepto de “fondo” se ha vuelto ambivalente. Por un lado, se discuten los “fondos” que faltan, los que el Estado no tiene, los que se fugan, los que se condicionan desde Washington. Por otro, estos científicos se sumergen —literalmente— en el fondo del mar para mostrar lo que habita allí donde nadie invierte, ni observa, ni imagina. Es un juego de palabras, sí. Pero también es un juego de prioridades.

Mientras se debate si el Estado debe financiar la investigación científica o simplemente tercerizar el conocimiento a empresas privadas o plataformas de IA, una expedición como Talud Continental IV nos recuerda que la ciencia no es solo producción de datos: es una forma de narrar el mundo y disputarle sentido a lo invisible. En un país donde los titulares se construyen más por lo que se dice en X (ex Twitter), que por lo que se descubre en el laboratorio, el hecho de que miles de personas hayan seguido por streaming una expedición submarina para ver criaturas extrañas con apodos entrañables dice mucho. Dice, por ejemplo, que el deseo de saber todavía sobrevive. Incluso en condiciones de asfixia presupuestaria.

Tecnociencia, afecto y espectáculo

Lo que hizo el Conicet con esta campaña no fue solo ciencia: fue política del conocimiento. Utilizaron un ROV (vehículo operado remotamente) para filmar a más de 2.000 metros de profundidad, transmitieron en vivo por redes sociales, le pusieron nombres populares a los hallazgos y capturaron el afecto del público. No hay ingenuidad en eso. Hay inteligencia comunicacional, una lectura precisa del ecosistema mediático contemporáneo.

En tiempos de infoentretenimiento, donde el conocimiento se vuelve deseable solo si se narra bien, estas criaturas se convirtieron en microcelebridades de una ciencia con sentido del humor y vocación pedagógica. Un tipo de saber que entiende que el dato necesita emoción para convertirse en relato, para volverse deseable. Que no basta con descubrir: hay que contarlo bien. Lo decía Martín-Barbero cuando hablaba de “mediaciones culturales”: el conocimiento no es un objeto puro, sino un cruce entre saber, emoción y lenguaje.

Ciencia contraintuitiva en tiempos de simulacro

A contramano del discurso dominante, que promueve la aceleración, la inteligencia artificial y el reemplazo de la experiencia por la simulación, esta expedición se afirmó en lo analógico, en lo físico, en lo lento. Un barco que tarda días en llegar, cámaras que descienden a paso de tortuga, imágenes que se transmiten con el delay propio de las profundidades. Y, sin embargo, ahí está el milagro: la confirmación de que aún existen territorios inexplorados. Que no todo ha sido modelado, previsto o generado por IA. Que hay vida sin algoritmo.

En un ensayo sobre la cultura del simulacro, Jean Baudrillard advertía que estamos perdiendo el anclaje con lo real, reemplazando el mundo por sus representaciones. Y, sin embargo, la ciencia de base —esa que exige tiempo, cuerpo, financiamiento, hipótesis refutables y datos empíricos— insiste. Resiste. Muestra que todavía hay algo ahí afuera, que no está en la nube, ni es un deepfake, ni fue generado por ningún modelo predictivo. “Batatita” existe, y es de carne blanda.

El síntoma: un país que debate si vale la pena saber

Pero este no es solo un texto sobre estrellas marinas. Es también un intento de reflexión sobre qué tipo de país queremos construir. ¿Uno que se permita financiar exploraciones en el fondo del mar, aunque no sean “rentables” en términos inmediatos? ¿O uno que entregue el conocimiento a la lógica de la rentabilidad y la reproducción privada?

Lo que la expedición deja ver no son solo animales extraños, sino una paradoja: mientras la ciencia argentina muestra su potencia, el gobierno nacional ajusta el presupuesto para los organismos que la sostienen. Mientras se hallan nuevas especies, se despiden investigadores. Mientras se transmite en vivo desde el abismo, se recorta lo que permite llegar allí. Como si se tratara de una metáfora cruel, descubrimos vida en el fondo del mar justo cuando intentan dejar sin oxígeno a quienes lo investigan.

Sara Ahmed hablaba de la “cultura de la queja” para describir el modo en que quienes señalan injusticias estructurales son tratados como obstáculos al progreso. Algo similar pasa acá: los científicos que denuncian el desfinanciamiento son presentados como corporativos, los institutos públicos como burocracias ineficientes, el conocimiento como un lujo inútil. Pero en realidad, lo que se está erosionando es una forma de pensar el futuro.

¿Y si la imaginación política también necesita buzos?

Una imagen insiste: corales de aguas frías a tres grados, a 2400 metros, refugio de especies desconocidas. Un ecosistema oculto que solo puede revelarse con paciencia, inversión, deseo. ¿No es esa, también, una metáfora de la imaginación política? ¿No deberíamos recuperar la capacidad de bucear en las profundidades de lo posible, en lugar de quedarnos en la superficie de lo opinable?

Maristella Svampa, al hablar de los extractivismos, advertía sobre la lógica de lo rápido, lo visible, lo inmediatamente productivo. Frente a eso, estas campañas científicas proponen otra temporalidad: una que demora, que escucha, que baja, que mira. Que no extrae, sino que observa. Que no explota, sino que registra. Que no arrasa, sino que cuida.

Y en esa lógica hay una potencia política. Porque si se pueden proteger arrecifes invisibles, se pueden también proteger formas de vida que hoy parecen descartables: jubilados, becarios, habitantes de barrios inundables, trabajadores precarizados, estudiantes sin beca. Cuidar las profundidades no es solo una política ecológica. Es una política ecológica, pero también una ética del otro. Un modo de habitar el presente sin renunciar al futuro.

¿Quién tiene el derecho a saber qué hay en el fondo?

No es casual que mientras esta expedición ocurría, otras narrativas se disputaban la atención mediática: influencers visitando bunkers, debates artificiales sobre la superioridad moral de los drones, memes que se devoran entre sí. La pregunta es: ¿a quién le importa que exista una estrella de mar robusta, con “culo”, en el cañón de Mar del Plata? ¿Quién decide qué merece ser noticia?

En un mundo gobernado por el “scroll emocional” —como dijo alguna vez alguien con lucidez tuitera— lo que se muestra configura lo que se considera real. Por eso, transmitir ciencia es un acto político. Reivindicar el saber cómo derecho colectivo. No dejar que la oscuridad del fondo sea también la oscuridad de la ignorancia. Y recordar que incluso bajo toneladas de agua, en un país con mil urgencias, hay quienes todavía apuestan por el saber. Y por compartirlo.

Tal vez lo más radical que pueda hacer hoy un país no sea instalar servidores de IA generativa, sino volver a invertir en ciencia básica. En científicos que viajan semanas para ver un coral. En laboratorios públicos. En jóvenes que deciden estudiar biología marina, aunque eso no dé likes ni dinero inmediato.

La metáfora final no es compleja: mientras se discute si hay o no fondos suficientes para sostener al Conicet, sus científicos descienden al fondo del mar y encuentran vida. Mientras se negocia con el Fondo Monetario, otro fondo —el del conocimiento, la historia, la biodiversidad, la imaginación— emerge. No es casualidad. Es causalidad.

Tal vez ahí esté la pregunta que sobrevive a todo: ¿qué tipo de país quiere seguir mirando hacia abajo, no para hundirse, sino para comprender?

El fondo no siempre es monetario, ni internacional, ni caída. A veces puede ser origen: desde allí quizás se pueda ascender y al fin ver con más claridad.