Contra el veto

En una tarde soleada y vibrante, las calles del centro porteño volvieron a convertirse en escenario de un acto que excedió largamente la coyuntura legislativa. Miles de personas marcharon hacia el Congreso para exigir que se revirtieran los vetos presidenciales a la Ley de Financiamiento Universitario y a la Ley de Emergencia en Pediatría. No era solo una consigna. Era algo más profundo: la reafirmación de un límite colectivo. Una declaración pública, dicha con cuerpos, bombos y pancartas: esto no estamos dispuestos a entregar.

Desde temprano, columnas de universidades nacionales comenzaron a copar la Plaza del Congreso. Estudiantes con guardapolvos pintados, docentes, médicos, referentes sociales con banderas multicolores. “Sin educación pública no hay futuro”, se leía en un cartel sostenido por dos chicas de la Facultad de Filosofía y Letras. Otro, pintado a mano sobre una sábana, advertía: “La salud no se negocia”. El aire estaba cargado de bronca y esperanza, como si cada paso hacia el Parlamento fuese también un paso hacia la reconstrucción de un pacto social resquebrajado.

El sol caía sobre las cúpulas verdes del Congreso, mientras el murmullo colectivo alternaba con cantos que recordaban la marcha multitudinaria de abril del año pasado, cuando cientos de miles salieron a defender la universidad pública. Esta vez, la consigna se ensanchaba: no se trataba solo de la educación, sino también de la salud, de la niñez, del derecho a que el Estado no se retire de los lugares donde más se lo necesita.

Ana, estudiante de la UBA, llevaba una bandera argentina atada al cuello. La ajustó con un nudo en la espalda antes de hablar. “Venimos porque la universidad es nuestra, de todos. Y porque no vamos a aceptar que nos digan que no hay plata para educar, pero sí para pagar una deuda que no contrajimos”, dijo, mientras sus compañeros asentían con las cabezas. En esa frase convivían dos certezas: la defensa de un derecho conquistado y la crítica a un modelo económico que vuelve a poner el ajuste por encima de la vida.

Adentro, en el recinto, los diputados discutían la validez del veto presidencial. Afuera, en la calle, se tejía otra trama: militantes de distintas agrupaciones reunidos compartiendo empanadas, choripanes y alguna bebida fresca para calmar la sed y la ansiedad. La política partidaria se desdibujaba en el gesto mínimo de pasar un mate o sostener una bandera. Juntos marcharon agrupaciones con diferentes identidades políticas: Franja Morada, La Cámpora y el Polo Obrero. El ritmo lo marcaban los bombos, que no competían entre sí: se entrelazaban en una especie de batalla festiva, un pulso compartido.

“Nosotros no venimos a hacer política chiquita”, dijo Carlos, trabajador de la salud en el Hospital Garrahan. “Venimos a decir lo obvio: que si el Estado abandona la pediatría, se mueren pibes. Y que el ajuste mata”. Había viajado desde el sur del conurbano junto a una columna de compañeros. Al escuchar la noticia de que las leyes se imponían sobre el veto presidencial, se lo vió abrazarse con lágrimas contenidas.

El estallido en la plaza no fue un grito desbordado. Fue más bien una alegría contenida, con sabor a justicia. Como quien gana un round en una pelea más larga. La gente se abrazaba, los bombos se redoblaban, las banderas flameaban contra la luz del atardecer. Pero la sensación general no era la de un final feliz, sino la de un respiro: la conciencia de que la disputa continúa.

El mensaje es claro: la calle todavía tiene capacidad de incidir en la política. Que el Congreso haya escuchado, al menos en esta ocasión, fue vivido como un triunfo. “Este no es un festejo partidario, es un triunfo de todos los que todavía creemos que el Estado tiene que estar donde más se lo necesita”, señaló un enfermero que había llegado desde Quilmes, con el uniforme aún puesto.

Las imágenes de la jornada quedaron grabadas como postales de una resistencia: jóvenes leyendo en ronda libros de historia argentina; pediatras abrazándose bajo guardapolvos blancos; un cartel que decía, escrito en fibrón rojo: “La patria no se vende, se cuida”. En esas escenas convivían lo simbólico y lo concreto, la épica mínima de quienes creen que defender la universidad y la salud es defender un modo de vida.

El contexto político amplifica el peso de la jornada. Desde que asumió, el Ejecutivo insistió en la necesidad de reducir el gasto público, incluso a costa de programas esenciales. El veto presidencial a dos leyes votadas por mayorías amplias en el Congreso fue leído por amplios sectores sociales como un gesto de desprecio hacia instituciones y derechos básicos. La respuesta callejera, entonces, no fue solo un acto de protesta: fue un recordatorio de que el poder político no es absoluto y de que la legitimidad también se disputa en el espacio público.

La marcha mostró una comunión inusual: sindicatos, movimientos sociales, partidos estudiantiles y agrupaciones políticas que suelen enfrentarse entre sí se encontraron bajo la misma consigna. No se borraron las diferencias, pero por unas horas se suspendieron en nombre de algo más grande. La defensa de lo común logró lo que pocas veces se consigue: una foto plural.

En el aire quedó flotando una pregunta: ¿qué otra cosa el pueblo no está dispuesto a entregar? La educación y la salud fueron el límite visible, el punto en el que se dijo basta. Pero detrás asoman otros debates: el trabajo, la cultura, la soberanía sobre los recursos naturales. La marcha no resolvió esos dilemas, pero los puso sobre la mesa con fuerza.

Mientras la multitud comenzaba a desconcentrar, los bombos aún marcaban un ritmo obstinado. La gente caminaba hacia las avenidas laterales con banderas enrolladas y gargantas gastadas. Algunos llevaban consigo pequeños triunfos: un libro, una remera, un cartel. Otros, apenas el cansancio en los pies.

La jornada dejó claro que el ajuste no pasa inadvertido, que la sociedad tiene límites y que, cuando se tocan fibras esenciales como la universidad y la salud pública, las calles responden. Fue, en definitiva, una lección de democracia. Por unas horas, la política institucional se volvió permeable a la presión social.

El futuro no está escrito. El gobierno insistirá en su plan de austeridad, el Congreso volverá a debatir y la sociedad decidirá, en las urnas y en las plazas, hasta dónde tolerar. Pero la tarde soleada en el centro porteño ya quedó como recordatorio: la defensa de lo común no es un acto nostálgico, sino un gesto vital de resistencia que debe ponerse en práctica.