El baile

Tenía tres años recién cumplidos cuando advirtió que podía diferenciar, sin esfuerzo, el sonido seco de la madera al apoyar el pie de cualquier otro ruido en el mundo. También tenía el don de distinguir, incluso con los ojos cerrados, las tonalidades de la luz que entraban en el salón en las primeras horas de la mañana.

Su madre la llevó por primera vez sin decirle a dónde irían. Le hizo un rodete en la parte superior de la cabeza y guardó silencio durante los veinte minutos que duró el recorrido. Siete semáforos sin emitir una sola palabra. Ella sentía cómo se le comprimía el pecho.

Abrió la puerta y rápidamente aprendió la disciplina, los horarios y cómo contar las calorías para que no se acumularan en sus caderas ni en sus piernas. Si no estaba ligera, los movimientos costaban más. No solo por eso; sabía que antes de cada presentación tenía que dar con los gramos justos para ser parte del grupo. Tampoco podía pasarse hacia el otro lado. No tener fuerza era casi más grave que excederse en el peso. El ballet se había convertido en parte de su ADN antes de que pudiera siquiera advertirlo.

Una de sus maestras le había dado una lección definitiva. Siempre le decía:

—Si no te emociona lo que estás escuchando, respondés como una autómata y no creás belleza. La finalidad del arte es dar cuerpo a la esencia secreta de las cosas, no copiar su apariencia. Bailá solo aquello que te haga emocionar.

Y eso fue lo que hizo durante años. A eso le agregó un listado de sacrificios que incluyeron no ir a cumpleaños ni fiestas de fin de año, dejar novios y salidas, encuentros y viajes de esparcimiento. La oportunidad, en algún momento, llegaría. Y si ayudaba a su suerte, lo haría antes de lo esperado.

Su vida, desde que tenía uso de razón, comprendía diez u once horas diarias de entrenamiento, ensayos, gimnasia y dietas. Pelear por becas, mostrar el trabajo y esperar. Ese círculo era su vida, y se cerraba sobre sí mismo, sin fisuras, al igual que los movimientos de las manos y los pasos sincronizados que practicaba de lunes a lunes.

Esa mañana gris, muy distinta a todas las parecidas, Norma pensó en las formas geométricas que se forman en determinados giros coreográficos. Visualizó una espiral precisa, casi matemática, que debía desplegar con las piernas en un salto doble. No supo bien por qué, pero en el punto justo del impulso, se distrajo. Una imagen le cruzó la mente como un relámpago: una casa en ruinas que había visto en una revista. El techo derrumbado, las paredes abiertas al cielo. Ese pensamiento —ajeno, inoportuno— le generó una angustia sorda. Un microsegundo. Y en ese microsegundo, el cuerpo dudó. Error. Al caer desconcentrada, sintió el sonido que cachetea a los estrictos cronogramas mentales: crack. Fue seco, real, más fuerte que cualquier música de fondo. Sintió un calor áspero en la pierna y supo —antes de tocar el piso por completo— que algo grave había pasado.

Lloró. No le gustó lo que le dijo ni el primer ni el segundo médico. Consultó a otros especialistas en busca de mejor fortuna. Todos coincidieron en el diagnóstico: debía dejar la danza, al menos por unos años, para no empeorar una grave lesión tibiofemoral que podría dejarla con secuelas permanentes.

Estaba devastada. Lloraba de noche y dormía de día. En silencio y con las manos inquietas, seguía los ritmos que habitualmente ensayaba con el cuerpo entero. Hacía arabescos invisibles con los dedos, tendus fantasmales con los pies bajo la manta. Se levantó con dificultad de la cama, se vistió sin pensar y luego tomó un taxi. Dejó que el viento le diera en la cara. Se bajó en la Plaza de Tribunales. Ahí se sentó en un banco de cemento con la mirada perdida. Tardó en enfocar. Cuando finalmente la imagen se hizo nítida, completó el contorno de la estatua que hasta ese momento estaba difusa en su campo visual. Se quedó largos segundos observando y pensando en esa pareja de bailarines de cemento, fijos en un salto eterno.

Luego le sonó la alarma del celular. Precavida, se había puesto un recordatorio para llegar a tiempo a su cita con el octavo traumatólogo.

Necesitaba algo imperecedero, infinito, atemporal; como la danza que se le estaba escapando. Googleó. Esa efigie había sido realizada para conmemorar a los bailarines Norma Fontenla y José Neglia, y en memoria de los nueve integrantes del Ballet Estable del Teatro Colón que murieron en un accidente aéreo ocurrido en octubre de 1971, cuando se dirigían a la ciudad de Trelew para una presentación.

Se puso a llorar cuando encontró esa información. Llamó a su madre y le contó lo sucedido. Al otro lado de la línea, una voz atónita le recordó que habían elegido el nombre “Norma” en su honor.

Después de eso ya no siguió escuchando.

Se hizo un rodete en la parte superior de la cabeza y, con la muleta en uno de sus brazos, empezó a caminar. Lo hizo en silencio y con miedo, igual que la primera vez que entró a un salón de baile.