Sonia

Respira. No llora: guarda el aire. No recuerda desde cuándo está ahí. A las cinco se despierta. Café aguado, nada más. El hambre la acompaña hasta el mediodía. Cuando llega Checho, cambia el clima. Dios, le dicen. Si le sostiene la mirada, sabe lo que viene. Barre, cose, baila, sangra, duerme: repite. El calor duele; el frío también. Pronto entrarán. Dosifica los jadeos como sal: lo justo.

Llueve contra una ventana rectangular. Afuera, una lona negra se levanta apenas; por la hendija entra una gotera que cae siempre en el mismo punto del cemento y arma un charco en media luna. Un bajo insistente vibra detrás de la pared y se mezcla con risas largas, demasiado largas. Es de noche: aquí la luz nunca llega sin permiso. Las costillas suben y bajan despacio sobre un colchón rasgado; los resortes asoman.

Un grito la corta. El pulso se acelera. Gotas frías le recorren la espalda y caen al piso, donde se mezclan con la lluvia del charco.

Se quita la esponja, pesada de sangre. No llora ni ríe. Parpadea rápido. Apoya la oreja en la puerta: metal húmedo. Silencio. Prueba la cerradura: no cede. Se agacha; mira por debajo. La cara casi roza la esponja y el agua. Tiembla. Se echa otra vez. Aspira polvo. Un segundo de calma. Se incorpora y golpea. Nada. El silencio la inquieta; el ruido ya aprendió a masticarlo.

Se pone la minifalda. Delinea los ojos, pinta los labios. Ordena lo visible: la gotera, la sangre. Fuma. Vuelve a fumar.

Suena la alarma del pasillo. La llave gira. La puerta se abre. Ella baja los párpados con bronca —apenas un gesto— y vuelve a empezar. Sonríe como sabe. Último de la noche, lo intuye. Respira.